Juegos de luz
Coinciden en Londres dos celebraciones del pintor J.M.W. Turner, el mayor artista británico moderno. En Tate Britain se reivindica su pintura última –Late Turner– centrada en la madurez del pintor, desde que cumplió 60 años en 1835 hasta su muerte en 1851. Casi dos centenares de obras complejas, apenas conocidas, que lo alejan del incómodo papel de pionero del impresionismo y la abstracción –lectura sesgada de los años sesenta–. Un pintor siempre realista y experimental vinculado a la tradición clásica del paisaje, sin embargo, del que conocemos la admiración por Poussin y Claudio de Lorena, interpretados a su manera, con una desinhibida libertad formal y figurativa. A este acontecimiento artístico se añade la presentación del biopic del artista dirigido por Mike Leigh, con la extraordinaria recreación del pintor lograda con convicción y quizás caprichosa originalidad por Thimoty Spall: Mr. Turner. La impecable narración fílmica es sin duda apresurada en el trazo del personaje, bronco y marginal, sobresensible pero obsesionado por la luz y dueño de una habilidad plástica extraordinaria, a la vez que curioso viajero siempre dispuesto a contar sus peripecias y sorprendentes descubrimientos ópticos. Hijo de un despierto barbero de Covent Garden que supo entrever su personalidad visionaria y subversiva que lo convertiría en el “genial pintor inglés”, frente a los disimulados amaneramientos de Constable y el decorativismo continental en alza. Parece que solo el joven esteta John Ruskin entendió la velada grandeza del artista en una escena que rehace con sensibilidad este relato cinematográfico.
Es curioso que las mejores vistas de Venecia de un intrigado Turner respondan a esta época de madurez: el espacio construido a partir de los efectos lumínicos que emanan de los motivos pictóricos y se transforman en el argumento del cuadro, como en San Benedetto (1844).
Aquí radica quizás la caracterización moderna de la pintura de Turner: la gloria del color lograda con estudiada intensidad y la libertad técnica que desafía cualquier canon constructivo tradicional. Un desafío tal vez de exaltación formal abstracta pero con el toque certero que singulariza obra tras obra. La anécdota, acentuada por la filmación, de la boya en rojo improvisada sobre una marina expuesta en la Royal Academy, es clarificadora. Al igual que la discreta distorsión en la evanescente atmósfera de Lluvia, vapor y velocidad provocada por un intrépido conejo que adelanta el convoy y le disputa el protagonismo.
En la exposición londinense, dos pinturas notables de 1842 ponen en guardia la atención del espectador: War, the exile and the rock limpet, que abre un desconcertante formato cuadrado y describe el confinamiento de Napoleón en Santa Helena, una figura magnífica en negro y blanco sobre el entorno rojo y amarillo. Y Peace. Burial at the Sea, que conmemora la inhumación frente a Gibraltar de Sir David Wilkie, pintor amigo de Turner muerto en alta mar. Quizás el resplandor de tonos de fuerte intensidad matérica justifiquen la calificación de trazos expresionistas. Kelly Grovier subraya, al hilo de la muestra, que 1835 cierra un periodo de peregrinaje europeo de Turner: Dinamarca, Alemania, Holanda, Bohemia con otra visita a Venecia.
“Un loco que fantasea hermosos destellos sobre el lienzo”, en opinión del momento siempre hostil a las audacias del pintor londinense. Un artista menospreciado o ridiculizado por la crítica y el público, incapaces de superar la plana des- cripción narrativa de la pintura y desconcertados frente a su despliegue violento de formas difusas.
Un artista, además, formado en las colecciones de la Royal Academy que conocía al dedillo los ardides de los clásicos y despreciaba la improvisación trucada de sus contemporáneos, serviles aduladores del mercado artístico. Este conflicto de interpretaciones sobre la obra de Turner se mantuvo candente hasta ayer, en plena polémica a propósito de las raíces de la abstracción y la didáctica visual del impresionismo. Sin embargo la prueba más rotunda la aporta la exposición londinense: la figura del artista conquista su última década en diatriba personal con la luz y las disfunciones a las que somete al color. “El ángel del apocalipsis”, exclama un Ruskin perplejo cuando contempla el extraño arrebato de Angel Standing, acaso el testamento visual de un pintor poco dispuesto a explicar los significados de sus obras, siempre alusivos, metafóricos o bien estrictamente plásticos y formales. Tal vez un homenaje encubierto a esa manera oblicua de hablar de Turner que rinde tributo, última paradoja, a las enseñanzas de la Academia donde se había forjado su conversión a la “religión de la belleza”. El sol es luz, vida y acción, afirmaba el joven Turner en los años oscuros de Londres. “El sol es Dios”, resumía gozosamente con el último aliento de su vida. Un artista sin par que legó su obra “al pueblo inglés”, rara generosidad en los años despiadados de Dickens.