El último maestro
Oscar Wilde dejó escrito que la vida se inicia como una comedia y termina en tragedia. Pero en el caso de Luis Marsans (1930-2015) hay sólidos argumentos que invitan a improvisar sobre el tema y ponerlo en manos del azar. Nacido en Barcelona en el seno de una familia burguesa, pasó los años de la Guerra Civil en París y luego regresó a la Ciudad Condal. En la adolescencia viajó a Nueva York para reunirse con su padre y allí conoció a Salvador Dalí. Mientras la mayoría de pintores de su generación afilaban los pinceles en las academias, Marsans descubrió la pintura moderna en el escenario neoyorquino, en cuyos museos se exhibía la obra de los grandes maestros desde el impresionismo. De regreso a Barcelona se incorporó al estudio de Ramón Rogent donde aprendió los fundamentos del oficio. En verano de 1949 viaja a Francia con la esperanza de conocer al arquitecto Walter Gropius, pero termina deslumbrado ante una exposición dedicada a Cézanne.
Desde el principio, pues, Marsans se mueve por el azar que le conduce hacia una pintura con argumento pero recreada con los pinceles de la modernidad. Consciente de que la primera fase de su aprendizaje ha concluido, decide quemar su obra y salir a la calle. Allí le aguarda la Barcelona de los primeros movimientos de vanguardia, como Dau al Set. Sin embargo, este joven artista irá siempre por libre. Verdadero lobo solitario, dedica sus tardes a aprender caligrafía china con un maestro oriental, quien le transmite el valor de los trazos y líneas más sutiles, o lo que es lo mismo, la magia del negro sobre blanco, que es también la magia de la literatura. Quizá no sea casual que entre las mayores influencias de Marsans encontremos la obra de autores como Proust, Rilke y posteriormente Borges. Toda esta fase de formación no se limita, pues, al ámbito de la plástica sino que se extiende a muchos campos del saber humano. Pocos artistas de nuestro país han tenido un conocimiento tan hondo de la cultura: las inquietudes de Marsans abarcaban la historia entera del Arte, la Cábala, el Corán, las matemáticas, la música, el cine, la poesía, la filosofía, etcétera. En lugar de desarrollar la clásica carrera de pintor, él trabaja en el anonimato, fuera de foco, buscando articular un discurso coherente, hecho de asociaciones imprevistas, en un universo creador muy vasto. Todo le interesa, le exalta, le emociona. En este contexto se inscribe su encuentro con Duchamp, en Cadaqués, a quien frecuentó largamente y de quien aprendió a cuestionar el sentido y representación de la realidad. De aquella época data también su vínculo con otros innovadores de la talla de Man Ray o Max Ernst.
Paradójicamente, esta inquietud hacia lo nuevo terminó cristalizando en un arte esencialmente clásico que explora los pliegues del tiempo. Gracias a ello, Marsans se trasformó en pintor de culto, un artista ajeno a los circuitos trillados que fue puliendo
una obra refinada y sutil en su estudio de Sarrià. Pero sería demasiado fácil considerarlo como el gran pintor de un barrio, porque Marsans ha sido uno de los grandes pintores de toda Barcelona. De la ciudad de Barcelona, de su alma señorial, del mismo modo que algunos impresionistas franceses lo fueron de París. Además de la ascendencia barcelonesa, Marsans añadió una inquietud estética permanente hacia una urbe a la que convirtió a menudo en objeto de contemplación y de inspiración. Pero no desde un figurativismo ligero o anecdótico sino desde la emoción profunda hacia un escenario que empezaba a hacerse irreconocible. Sólo así se comprenden esos jardines abandonados que pueblan su pintura, las villas desiertas, las fachadas grises o las paredes coloreadas de unos edificios que cayeron bajo la picota. Seguramente Marsans se movía entre la idea de Yourcenar, según la cual el tiempo es un gran escultor, y la condena de Kavafis para quien nuestra ciudad acaba siendo una maldición eterna. Destruidos los escenarios que nos vieron nacer, la ciudad de nuestra juventud sólo nos depara momentos epifán-icos a través de la memoria. Y la memoria fue su gran caballete.
Esta indagación pictórica acerca de un mundo perdido estaba llamada a encontrarse con la obra de Proust. Durante años Marsans se aventuró en las páginas del autor francés hasta lograr una traslación prodigiosa del universo proustiano. Los climas, personajes y situaciones de la novela fueron recreadas gracias a la música callada de su pin- cel. La envergadura de este logro no pasó desapercibida para el público internacional, que se extasió ante sus dibujos en aquella ya legendaria exposición que se le dedicó en los años ochenta en París. Luego llegaron Nueva York y de nuevo Barcelona. En este periodo la pintura de Marsans se volvió aún más intimista, iluminada con luces de interior, a lo Visconti, donde prevalecían las bibliotecas, pianos, jarrones, y toda una atmósfera elegante asociada a la cultura europea, que nos fue devuelta magistralmente por su arte, cuando esa atmósfera ya no tenía peso ni volumen. Cuando sólo era poesía, sólo recuerdo y fragancia.
Pese a ello su pintura no se recreó exclusivamente en el pasado. En la última época Marsans desarrolló una obra que se demoraba en el presente, y lo hacía con la pulcritud de un sabio zen tocado por la gracia. En este presente apenas reconocemos huellas del espíritu burgués que le vio nacer, sino más bien la evocación de esa cotidianidad en la que nos movemos todos: latas de Coca Cola, aparatos de alta fidelidad o despertadores eléctricos. Sin embargo en estas naturalezas muertas contemporáneas también se sigue percibiendo el pálpito de lo fugaz, todo lo que tenemos y lo que perderemos. Marsans solía decir que pintaba los objetos como los deja alguien que acaba de morir. Pero va a ser imposible encontrar a otro pintor capaz de reflejar con el pincel cada una de las cosas que él nos ha dejado. Comenzando por una obra que cabe considerar perfecta.
En su etapa final evocó la cotidianidad: latas de Coca-Cola, aparatos de alta fidelidad, despertadores...