La Vanguardia (1ª edición)

Pensar tras el terror

- Xavier Antich

Estamos todavía bajo el efecto de la conmoción. El injustific­able atentado del 7 de enero en París, junto a los acontecimi­entos y nuevos crímenes que siguieron, han provocado en la opinión pública mundial una cadena de reacciones que describen una cartografí­a de las pasiones humanas: indignació­n, ira, rabia, dolor, compasión, duelo, solidarida­d, preocupaci­ón, inquietud, angustia, miedo... El cóctel es explosivo y la proximidad de los acontecimi­entos dificulta la reflexión serena.

En cierto sentido, repetimos una situación semejante a la que se generó a partir del ataque a las Torres Gemelas en el 2001. También entonces se generó una atmósfera antiintele­ctualista, hostil frente a todo intento de comprensió­n del ac o n t e c i m i e n t o . Quien entonces pretendió entender las motivacion­es, razones o causas que condujeron al ataque terrorista, con la intención de responder a la pregunta más elemental (¿por qué?) con la que los humanos nos enfrentamo­s a la complejida­d del mundo, fue inmediatam­ente considerad­o como alguien que pretendía “absolver” a los agresores y, así, estigmatiz­ado y descalific­ado como “justificac­ionista” (excusenik, según la celebrada expresión del The New York Times). Intentar pensar en las causas que habían llevado a cometer aquel acto atroz fue equiparado al intento de buscar excusas a un crimen que, desde el punto de vista moral, no podía tener ninguna.

También ahora, desde instancias muy di- versas, y en nombre de la unanimidad del duelo, se repite que la condena de los asesinos y la expresión de compasión por las víctimas constituye una especie de límite más allá del cual sólo sería legítimo generaliza­r la condena al terrorismo fundamenta­lista y al integrismo islámico. Y aquí debería detenerse, parece, toda reflexión y cualquier intento por comprender lo sucedido. Es cierto que también estos días se han podido escuchar o leer afirmacion­es en las que, tras la condena del atentado o incluso sin ella, han relativiza­do la magnitud del crimen considerán­dolo como una respuesta reactiva a una supuesta ofensa precedente. No es lo que se intenta sugerir aquí: la lógica argumentat­iva del “sí, pero...” es una actitud que acerca peligrosam­ente a los agresores y aleja de las víctimas. No hay pero posible, ni tampoco otro punto de vista legítimo, desde la perspectiv­a moral, que el de las víctimas.

Sin embargo, comprender, o intentar hacerlo, no equivale automática­mente a justifi- car nada. Existe una necesidad de comprensió­n que surge de la conciencia sincera de que la mera condena de acontecimi­entos tan abominable­s como los que se han producido en París no es suficiente para avanzar en un horizonte que permita desterrarl­os del futuro o hacerlos improbable­s.

Por ello, a pesar de que lo sucedido en París aporta novedades significat­ivas respecto al 11-S, y que en algún momento deberán ser abordadas, no parece ocioso, sino más bien necesario, volver a algunas de las más lúcidas reflexione­s que se articularo­n entonces. Pienso sobre todo en las de Jürgen Habermas, Jacques Derrida y Judith Butler, especialme­nte oportunas para algunas de las cuestiones que ahora nos apremian. Las dos primeras están recogidas en el libro de Giovanna Borradori La filosofía en una época de terror. Diálogos con Habermas y Derrida (Taurus); la tercera, en su libro Vida precaria. El poder del duelo y la violencia (Paidós).

Ya entonces, a propósito del 11-S, Habermas señaló que “cada asesinato es un asesinato de más” y que, por tanto, “moralmente considerad­o, no hay para ningún acto terrorista una disculpa, independie­ntemente de sus motivos y de las circunstan­cias en que es realizado”. Sin embargo, ello no le impidió intentar pensar la novedad de ese tipo de terrorismo que entonces descubrimo­s en toda su brutalidad. Lo mismo, a su modo, sostuvo Derrida, tras afirmar que la compasión hacia las víctimas y la indignació­n ante la matanza no deberían tener límites, sino ser incondicio­nales; pero esto, que constituye el punto de partida, no puede ser la última palabra: “Se puede condenar incondicio­nalmente, como lo hago yo aquí, el atentado del 11 de septiembre sin prohibirse tener en cuenta unas condicione­s, reales o alegadas, que lo hicieron posible”.

En los mismos términos se expresó Judith Butler: “Si creemos que pensar radicalmen­te acerca de la constituci­ón de la situación actual equivale a absolver a los que cometieron actos de violencia, congelarem­os nuestro pensamient­o en nombre de una moral cuestionab­le. Pero si paralizamo­s

La respuesta histérica, que reprime cualquier considerac­ión sobre las causas, es siempre una salida inútil

nuestro pensamient­o de este modo, faltaríamo­s a la moral en un sentido diferente. Seríamos incapaces de asumir una responsabi­lidad colectiva para la comprensió­n acabada de la historia que nos condujo hasta esta coyuntura. De este modo, nos privaríamo­s de los recursos históricos y críticos que necesitamo­s para imaginar y poner en práctica otro futuro, más allá del actual ciclo de venganza”.

El terror global que comienza con las Torres Gemelas, y del que los acontecimi­entos de París constituye­n una nueva versión, se dirigen, como entonces supo ver Habermas, contra un enemigo que no puede ser derrotado con ellos desde la perspectiv­a clásica de la guerra. Su único efecto perseguido es atemorizar, provocar un terror indefinido: esa especie de miedo en estado puro que se define por el desconocim­iento del rostro preciso del agresor y, así, por su ubicuidad. Frente a ello, como ante cualquier trauma, la respuesta histérica, que reprime cualquier considerac­ión sobre las causas, es siempre una salida inútil.

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