Pensar tras el terror
Estamos todavía bajo el efecto de la conmoción. El injustificable atentado del 7 de enero en París, junto a los acontecimientos y nuevos crímenes que siguieron, han provocado en la opinión pública mundial una cadena de reacciones que describen una cartografía de las pasiones humanas: indignación, ira, rabia, dolor, compasión, duelo, solidaridad, preocupación, inquietud, angustia, miedo... El cóctel es explosivo y la proximidad de los acontecimientos dificulta la reflexión serena.
En cierto sentido, repetimos una situación semejante a la que se generó a partir del ataque a las Torres Gemelas en el 2001. También entonces se generó una atmósfera antiintelectualista, hostil frente a todo intento de comprensión del ac o n t e c i m i e n t o . Quien entonces pretendió entender las motivaciones, razones o causas que condujeron al ataque terrorista, con la intención de responder a la pregunta más elemental (¿por qué?) con la que los humanos nos enfrentamos a la complejidad del mundo, fue inmediatamente considerado como alguien que pretendía “absolver” a los agresores y, así, estigmatizado y descalificado como “justificacionista” (excusenik, según la celebrada expresión del The New York Times). Intentar pensar en las causas que habían llevado a cometer aquel acto atroz fue equiparado al intento de buscar excusas a un crimen que, desde el punto de vista moral, no podía tener ninguna.
También ahora, desde instancias muy di- versas, y en nombre de la unanimidad del duelo, se repite que la condena de los asesinos y la expresión de compasión por las víctimas constituye una especie de límite más allá del cual sólo sería legítimo generalizar la condena al terrorismo fundamentalista y al integrismo islámico. Y aquí debería detenerse, parece, toda reflexión y cualquier intento por comprender lo sucedido. Es cierto que también estos días se han podido escuchar o leer afirmaciones en las que, tras la condena del atentado o incluso sin ella, han relativizado la magnitud del crimen considerándolo como una respuesta reactiva a una supuesta ofensa precedente. No es lo que se intenta sugerir aquí: la lógica argumentativa del “sí, pero...” es una actitud que acerca peligrosamente a los agresores y aleja de las víctimas. No hay pero posible, ni tampoco otro punto de vista legítimo, desde la perspectiva moral, que el de las víctimas.
Sin embargo, comprender, o intentar hacerlo, no equivale automáticamente a justifi- car nada. Existe una necesidad de comprensión que surge de la conciencia sincera de que la mera condena de acontecimientos tan abominables como los que se han producido en París no es suficiente para avanzar en un horizonte que permita desterrarlos del futuro o hacerlos improbables.
Por ello, a pesar de que lo sucedido en París aporta novedades significativas respecto al 11-S, y que en algún momento deberán ser abordadas, no parece ocioso, sino más bien necesario, volver a algunas de las más lúcidas reflexiones que se articularon entonces. Pienso sobre todo en las de Jürgen Habermas, Jacques Derrida y Judith Butler, especialmente oportunas para algunas de las cuestiones que ahora nos apremian. Las dos primeras están recogidas en el libro de Giovanna Borradori La filosofía en una época de terror. Diálogos con Habermas y Derrida (Taurus); la tercera, en su libro Vida precaria. El poder del duelo y la violencia (Paidós).
Ya entonces, a propósito del 11-S, Habermas señaló que “cada asesinato es un asesinato de más” y que, por tanto, “moralmente considerado, no hay para ningún acto terrorista una disculpa, independientemente de sus motivos y de las circunstancias en que es realizado”. Sin embargo, ello no le impidió intentar pensar la novedad de ese tipo de terrorismo que entonces descubrimos en toda su brutalidad. Lo mismo, a su modo, sostuvo Derrida, tras afirmar que la compasión hacia las víctimas y la indignación ante la matanza no deberían tener límites, sino ser incondicionales; pero esto, que constituye el punto de partida, no puede ser la última palabra: “Se puede condenar incondicionalmente, como lo hago yo aquí, el atentado del 11 de septiembre sin prohibirse tener en cuenta unas condiciones, reales o alegadas, que lo hicieron posible”.
En los mismos términos se expresó Judith Butler: “Si creemos que pensar radicalmente acerca de la constitución de la situación actual equivale a absolver a los que cometieron actos de violencia, congelaremos nuestro pensamiento en nombre de una moral cuestionable. Pero si paralizamos
La respuesta histérica, que reprime cualquier consideración sobre las causas, es siempre una salida inútil
nuestro pensamiento de este modo, faltaríamos a la moral en un sentido diferente. Seríamos incapaces de asumir una responsabilidad colectiva para la comprensión acabada de la historia que nos condujo hasta esta coyuntura. De este modo, nos privaríamos de los recursos históricos y críticos que necesitamos para imaginar y poner en práctica otro futuro, más allá del actual ciclo de venganza”.
El terror global que comienza con las Torres Gemelas, y del que los acontecimientos de París constituyen una nueva versión, se dirigen, como entonces supo ver Habermas, contra un enemigo que no puede ser derrotado con ellos desde la perspectiva clásica de la guerra. Su único efecto perseguido es atemorizar, provocar un terror indefinido: esa especie de miedo en estado puro que se define por el desconocimiento del rostro preciso del agresor y, así, por su ubicuidad. Frente a ello, como ante cualquier trauma, la respuesta histérica, que reprime cualquier consideración sobre las causas, es siempre una salida inútil.