La Vanguardia (1ª edición)

El vecino de arriba

- Daniel Fernández

El niño que fui quiso mucho a Francia. Un país más ordenado y más limpio, más libre y mucho más vital y civilizado que la Barcelona gris de mi infancia. Era cruzar la frontera y sentir que uno entraba en un lugar mejor. Toulouse me parecía más cosmopolit­a que mi ciudad, baste decir eso. Y además Jacques Brel (que sí, que era belga…) y Brassens y Metal Hurlant y Le Nouvelle Obs y desde luego Camus y Boris Vian y también toda la bande dessinée. Si es que hasta los coches eran mejores que nuestros Seat 600 y 850… Por no hablar de las francesas de nuestra adolescenc­ia (y mejor me callo…). Luego, por decirlo en corto, nosotros cambiamos y nuestros vecinos del piso de arriba también. Ellos, que siempre nos vieron con un cierto menospreci­o y que tardaron años en creerse nuestra democracia, acabaron aceptando el embrujo de Barcelona y reconocién­donos como la modernidad, frente a una Francia que se iba cerrando en sí misma. Los de mi generación pasamos de ser súbditos culturales franceses a descubrir el mundo anglosajón. Y aunque hemos conservado durante toda la vida nuestras fieles amistades francesas, hemos visto cómo su influencia disminuía y cómo el debate de ideas se hacía más interno, más cerrado, más chovinista, por decirlo con un galicismo.

Por supuesto, la Francia pobre del Sur debía de ver con asombro cómo los desharrapa­dos del otro lado ahora esquiaban en masa y conducían todoterren­os alemanes. Y aun así, y pese al desastre que fue la invasión napoleónic­a y su guerra cruel, y a despecho de tantas otras cosas, pese a tanta mala historia y mala sangre en contra, uno diría que en las últimas décadas ha crecido el aprecio y el reconocimi­ento entre españoles y franceses, ya no digamos entre los catalanes, de siempre los más afrancesad­os de la Península, y nuestros vecinos. Y hace pocos días que, una vez más, hemos sentido una cierta envidia de ser francés. Y eso pese a Marine Le Pen y al exceso de nacionalis­mo del duelo por unos humoristas franceses asesinados por también franceses. Y ese es el drama de todo esto. Y más allá del previsible ataque de risa que parte de los asesinados hubiesen tenido ante tanto presidente y elogio fúnebre y canto de La marsellesa, la verdad es que sigue erizando la piel escuchar un parlamento puesto en pie cantando su himno, que no es sólo el canto guerrero de una época, sino también el de una nación y, tal vez gracias a Casablanca, el de la libertad frente a la tiranía.

Pocas lecciones podemos dar desde una tierra en la que todavía muchos muertos de nuestra guerra civil reposan en cunetas sin reconocimi­ento, pero Francia deberá tal vez enfrentars­e un día a dos tabúes que ha ocultado: la colaboraci­ón de muchos franceses con los nazis, incluido el holocausto de compatriot­as judíos, y su pasado colonial. Sólo las grandes naciones se atreven a descubrir de verdad su historia, sin reescribir­la, sin mentir.

‘La marsellesa’, tal vez gracias a ‘Casablanca’, sigue siendo el canto de la libertad frente a la tiranía

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