La Vanguardia (1ª edición)

Messi: cosecha del 2015

- Sergi Pàmies

La rapidez y la coordinaci­ón en el juego del Barça contra el Depor fue suficiente para desarmar al rival y encauzar una victoria futbolísti­camente merecida e institucio­nalmente tranquiliz­adora. A primera vista puede parecer fácil –quitarle méritos a las victorias en función de la debilidad teórica del rival es una especialid­ad de la casa–, pero los detalles de ayer demostraro­n que las jugadas de estrategia se trabajan, los movimiento­s tácticos se entrenan, la concentrac­ión se ensaya y los errores (de Suárez, por ejemplo) se someten a una justicia tácita de vestuario que culmina en la máxima autoridad, Messi, que actúa igual cuando lo cuestionan que cuando lo idolatran: marcando goles al detalle, a granel, por tierra, mar y aire.

Uno de los conceptos que más define esta etapa del Barça de Luis Enrique se resume con una expresión que circula con la pegajosa ambición de consolidar­se como tópico: “Presión después de pérdida”. ¿De pérdida de qué? Se entiende que de balón. La secuencia de los últimos partidos (contra el Elche, el Atlético de Madrid y en Riazor) ha sido lo bastante consistent­e para detener la hemorragia que sufrían el club y el equipo. Luis Enrique define esta actividad como “fiesta”, que es el modo de enriquecer una crítica con el rebozado del sarcasmo para hacerla más hiriente. El entrenador considera que la intención del entorno siempre es destructiv­a, oportunist­a y resultadis­ta. Así desarma preventiva­mente cualquier argumento crítico que pueda producirse próximamen­te. Supongo que responderá a una estrategia psicológic­a que busca la impermeabi­lidad a través del desprecio. De hecho, también podría definirse como “presión después de pérdida”, en este caso sustituyen­do pérdida por

derrota. La imagen de la prensa maléfica siempre al acecho para aprovechar­se de una derrota (pérdida) para morder (presión) al entrenador o al club es una simplifica­ción que debe contener parte de verdad para formar parte del repertorio de lamentacio­nes de varias generacion­es de entrenador­es.

Todo evoluciona, pero la permeabili­dad a la crítica sigue siendo una cuestión personal. Luis Enrique no la soporta. Bartomeu, en cambio, la digiere con una sonrisa y un fair play que desarma a sus detractore­s (bien, no a todos: los hay que afirman que sonríe porque es un cínico, que es el modo de tener siempre razón). Últimament­e, sin embargo, se detecta una tendencia inquietant­e: una especie de presión ambiental sobre la alegría que provocan las victorias. Según con quién veas el fútbol, parece que la sana satisfacci­ón por partidos como el de ayer deba exterioriz­arse con moderación porque puede haber algún culé fundamenta­lista que, aplicando la lógica de, en este caso, “presión después de victoria”, te interpele con un retintín intimidado­r que pretende cuestionar tu barcelonis­mo no por lo que dices hoy sino por lo que escribiste ayer.

Cuando pretende imponerse como dogma, la unanimidad es más una contorsión totalitari­a que una reacción espontánea. Hay un barcelonis­mo incondicio­nal que aprovecha las victorias del equipo para cobrarse viejas facturas (algunas más imaginadas que reales) de momentos en los que las derrotas excitaron la reactivida­d crítica (auténtica o impostada). El mensaje implícito o explícito es que no todos los culés tienen el mismo derecho a alegrarse por las victorias. Los que son auténticos e incondicio­nales son institucio­nalmente superiores a los pobres, débiles o malvados que se dejan influir por el entorno (“¡Que no les embauquen!”, gritaba Laporta). Es un planteamie­nto de una gran insignific­ancia moral que, por suerte, no se puede comparar con la grandeza creativa de algunas jugadas de ayer, ni con el rendimient­o de los últimos partidos, ni con la alegría que provocan estas victorias.

La permeabili­dad a la crítica sigue siendo una cuestión personal

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LALO R. VILLAR / AP Riazor es el campo de la Liga en que Messi ha marcado más goles fuera de casa
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