Messi: cosecha del 2015
La rapidez y la coordinación en el juego del Barça contra el Depor fue suficiente para desarmar al rival y encauzar una victoria futbolísticamente merecida e institucionalmente tranquilizadora. A primera vista puede parecer fácil –quitarle méritos a las victorias en función de la debilidad teórica del rival es una especialidad de la casa–, pero los detalles de ayer demostraron que las jugadas de estrategia se trabajan, los movimientos tácticos se entrenan, la concentración se ensaya y los errores (de Suárez, por ejemplo) se someten a una justicia tácita de vestuario que culmina en la máxima autoridad, Messi, que actúa igual cuando lo cuestionan que cuando lo idolatran: marcando goles al detalle, a granel, por tierra, mar y aire.
Uno de los conceptos que más define esta etapa del Barça de Luis Enrique se resume con una expresión que circula con la pegajosa ambición de consolidarse como tópico: “Presión después de pérdida”. ¿De pérdida de qué? Se entiende que de balón. La secuencia de los últimos partidos (contra el Elche, el Atlético de Madrid y en Riazor) ha sido lo bastante consistente para detener la hemorragia que sufrían el club y el equipo. Luis Enrique define esta actividad como “fiesta”, que es el modo de enriquecer una crítica con el rebozado del sarcasmo para hacerla más hiriente. El entrenador considera que la intención del entorno siempre es destructiva, oportunista y resultadista. Así desarma preventivamente cualquier argumento crítico que pueda producirse próximamente. Supongo que responderá a una estrategia psicológica que busca la impermeabilidad a través del desprecio. De hecho, también podría definirse como “presión después de pérdida”, en este caso sustituyendo pérdida por
derrota. La imagen de la prensa maléfica siempre al acecho para aprovecharse de una derrota (pérdida) para morder (presión) al entrenador o al club es una simplificación que debe contener parte de verdad para formar parte del repertorio de lamentaciones de varias generaciones de entrenadores.
Todo evoluciona, pero la permeabilidad a la crítica sigue siendo una cuestión personal. Luis Enrique no la soporta. Bartomeu, en cambio, la digiere con una sonrisa y un fair play que desarma a sus detractores (bien, no a todos: los hay que afirman que sonríe porque es un cínico, que es el modo de tener siempre razón). Últimamente, sin embargo, se detecta una tendencia inquietante: una especie de presión ambiental sobre la alegría que provocan las victorias. Según con quién veas el fútbol, parece que la sana satisfacción por partidos como el de ayer deba exteriorizarse con moderación porque puede haber algún culé fundamentalista que, aplicando la lógica de, en este caso, “presión después de victoria”, te interpele con un retintín intimidador que pretende cuestionar tu barcelonismo no por lo que dices hoy sino por lo que escribiste ayer.
Cuando pretende imponerse como dogma, la unanimidad es más una contorsión totalitaria que una reacción espontánea. Hay un barcelonismo incondicional que aprovecha las victorias del equipo para cobrarse viejas facturas (algunas más imaginadas que reales) de momentos en los que las derrotas excitaron la reactividad crítica (auténtica o impostada). El mensaje implícito o explícito es que no todos los culés tienen el mismo derecho a alegrarse por las victorias. Los que son auténticos e incondicionales son institucionalmente superiores a los pobres, débiles o malvados que se dejan influir por el entorno (“¡Que no les embauquen!”, gritaba Laporta). Es un planteamiento de una gran insignificancia moral que, por suerte, no se puede comparar con la grandeza creativa de algunas jugadas de ayer, ni con el rendimiento de los últimos partidos, ni con la alegría que provocan estas victorias.
La permeabilidad a la crítica sigue siendo una cuestión personal