La Vanguardia (1ª edición)

Arranca el primer Grand Slam de la temporada

Australia vive huérfana de campeón local desde 1976; Kyrgios, de 19 años, es su mejor baza

- MARTA MATEO Melbourne Servicio especial

Es lo mejor que le ha pasado al tenis australian­o en los últimos treinta o cuarenta años. Absolutame­nte fantástico”, exclama eufórico Neale Fraser. “Una grata sorpresa”, le secunda Rod Laver. “Sólo la manera como juega ya te dice mucho. No imita a nadie, hace su juego. Su confianza es fuerte, tiene todos los golpes y ninguna debilidad”. John Newcombe se suma. “Totalmente de acuerdo. Ha ido a más. Piensas si aguantará así, qué pasará... Gana el 93% de sus primeros saques ¡ante Nadal! Algo increíble para un chaval de 19 años. Lo ves que va a sacar por el partido y vuelves a pensar: ‘¿Habrá nervios?’ No, ni un atisbo”. Y Ken Rosewall, el veterano del grupo, la voz de la experienci­a, el hombre que posee el récord de ser el jugador más joven y el de más edad en ganar el Open de Australia, cierra: “Está poniendo al tenis australian­o de nuevo en una posición de fuerza”.

La conversaci­ón entre estas cuatro leyendas del tenis –que acumulan 35 Grand Slams en total– se produce un día de principios de julio de 2014. A miles y miles de kilómetros de su isla bonita: Australia. Charlan animada- mente en la meca del tenis, la catedral de Wimbledon, con una ilusión que había desapareci­do de su memoria. Han pasado sólo unas horas desde que un teenager de Canberra haya dado la sorpresa eliminando en octavos de final a Rafael Nadal, dos veces campeón en el All England Club y poseedor de catorce grandes. La excitación es comprensib­le aunque la afirmación es tan categórica como atrevida. Todos, a coro, apuntan que Nick Kyrgios es, sin dudarlo, el primer brote verde en un seco y árido desierto falto de éxito tenístico.

Seis meses después, Kyrgios, de 19 años, es la primera espada aussie en Melbourne Park. No está entre los mejores diez hombres del planeta. Ni tampoco entre los veinte. Aunque por las palabras de Rosewall y compañía pudiera parecerlo, el chico que lidera a esta expotencia es el número 53 del mundo, prueba de que el tenis de este país vive una crisis mayúscula.

Australia ansía un campeón porque ha convivido durante décadas con la decadencia y el pudo ser y no fue. Algo inconcebib­le en la otrora cuna de campeones insaciable­s, reyes de una extensa dinastía de grandes éxitos de la raqueta. Años de Hewitt, Rafter o Cash, aguerridos y peleones, levantando majors lejos de casa pero incapaces de superar la presión en Melbourne. Años de travesía con promesas frustradas como Bernard Tomic, que se decantó por los coches de lujo y el alcohol e intenta reconducir su carrera sin mucho acierto, pero al menos sobrio.

Desde 1976 el Abierto de Australia no tiene un campeón de casa, cuando Mark Edmonson cerró una época dorada con Laver, Rosewall y Newcombe como máximos exponentes. Siete años más de los que hace que un francés no gana en el Bois de Boulogne (Yannick Noah en 1983). El hambre lleva a la esperanza ciega, al deseo de que Kyrgios pueda disfrazars­e de Andy Murray –el escocés fue en 2013 el primer británico en 77 años en ganar Wimbledon– y rompa con el maleficio. El país más feliz del mundo ha visto como su Grand Slam está triste. Ahora cualquier síntoma de mejora parece suficiente. De momento, sólo son brotes verdes, no un árbol.

Desde 1976, con Mark Edmonson, el torneo australian­o no dispone de un campeón local

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DAVID KROSLING / EFE Nick Kyrgios, 53 del mundo, primer australian­o en la clasificac­ión mundial
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