La Vanguardia (1ª edición)

Entre el chardonnay y las favelas

El pueblo cubano sobrevive y confía en que EE.UU. alivie sus penurias

- ELISABET SABARTÉS La Habana Enviada especial

La rosa de jamón serrano llega acompañada de queso feta y espárragos. Es un entremés de aires minimalist­as, como la decoración del local, uno de los paladares más cotizados de La Habana. Lo frecuentan diplomátic­os, figuras del deporte y artistas locales, empresario­s forasteros y muchos de los turistas que estos días llegan en masa a Cuba. Todos aquellos que pueden pagar en CUC, la divisa nacional convertibl­e, equivalent­e a un dólar.

Catalogado en el top 10 de los mejores restaurant­es de la ciudad, Starbien propone “un concepto integral de cocina de vanguardia”, inspirado en la tradición criolla. También es punto de encuentro de la nueva generación de la élite socialista, los cachorros de la jet set revolucion­a- ria, que parecen nadar en CUC. Uno de ellos, José Raúl Colomé, está al frente del negocio.

Sonriente y vacilón, enfundado en ropa cara, recibe a la concurrenc­ia o se hace una selfie tomando un trago con amigos. José Raúl es el alma del lugar y su promotor ideal. Todo el mundo sabe que es hijo del general Abelardo Colomé, Furry, ministro del Interior, héroe de la República y arquitecto del sistema de inteligenc­ia cubano. Uno de los hombres más poderosos y temidos del régimen, que opera en el círculo íntimo del presidente Raúl Castro y es parte del conglomera­do empresaria­l que los militares han construido en torno al sector turístico, la principal fuente de divisas del país.

Pero José Raúl no sólo es explícito sobre su cuna, también informa con cierto alarde que muchos de los productos que se consumen en su paladar son importados. Para ser más precisos, fleta- dos a propósito desde el extranjero. Tal vez por eso abundan los rumores sobre el trato preferenci­al que las compañías del Estado conceden a Starbien en sus planes de marketing y promoción.

En cualquier caso, los jóvenes de la flor y nata marxista-leninista no saben de penurias alimentici­as ni escasez. Mucho menos, de la batalla diaria que libran millones de cubanos para ingerir proteínas y completar la exigua dotación de víveres (arroz, frijoles,

Los cachorros del régimen no esconden su gusto por la cocina ostentosa y los ‘selfies’

azúcar, café, aceite, sal, huevos y leche para los niños menores de siete años) incluidos en la tarjeta de racionamie­nto.

Los ciudadanos de a pie, sin conexión alguna con las esferas del poder, subsisten a duras penas, comerciand­o con lo que pueden, en arrabales como San Miguel del Padrón, un suburbio a las afueras de La Habana donde funciona el mercado ilegal de La Cuevita. En las calles laberíntic­as de esta favela de miseria casi haitiana se ofrecen toda clase de artículos que entran al país en envíos de familiares o en maletas de viajeros. Cualquier mercancía es buena para trapichear o sumar un pellizco al raquítico salario en pesos cubanos que cobran los trabajador­es del Estado.

Los mercados ilegales de barrios de misería haitiana viven del trapicheo y la escasez

Mercedes era parte de esta mayoría de empleados públicos, una masa laboral que Raúl Castro trata de reducir a toda costa para “actualizar el modelo socialista” y evitar la bancarrota. “Despidiero­n casi a medio millón, autorizaro­n unos 200 oficios y le llaman a eso trabajar por cuenta propia. Pero los cosen a impuestos y lo que queda apenas alcanza para sobrevivir”, explica esta mulata rolliza, de 39 años mientras organiza la ropa que ofrece a la entrada de su chabola.

Al otro lado del barrio, en un callejón sin asfaltar, Luis observa el trajín del mercado. Es chófer de un camión cisterna en la empresa estatal que suministra agua en La Habana. Cobra 360 pesos cubanos al mes, unos 15 CUC. “Con mi sueldo me muero de hambre, la situación está malísima ”, masculla, sin dejar de maldecir al régimen. Emigrar no es una opción para él: “¿Irme a la yuma (Estados Unidos)? ¿Quién me va a dar trabajo? Tengo 63 años... ya estoy muy viejo”.

Las palabras de Luis hacen cortocircu­ito en el ambiente mundano de Starbien. Risas aquí y allá. Música ligera. Humo de Partagás Lusitanias... En la mesa vecina, un grupo de cubanos de Miami brinda con Chardonnay. ¿Quién osará llamarles gusanos, ahora que el presidente Barack Obama autorizó un incremento del 400% en el límite de las transferen­cias para sus familiares en la isla? Las remesas que llegan del otro lado del estrecho de Florida son la segunda fuente de ingresos en el país, después del turismo. Sufragan la vida a cientos de miles, nutren las arcas del Estado y alimentan la economía sumergida, como la que se practica en La Cuevita. También impulsan el mercado de la informació­n prohibida por la censura oficial. Parte de los dólares que llegan desde Estados Unidos se invierten en contenidos televisivo­s pirateados de las cadenas internacio­nales. El DVD, que se vende bajo cuerda a 50 pesos, contiene un menú variado: segmentos de noticias de la BBC, espacios de debate de Televisión Española, documental­es de National Geographic, tandas de videoclips o episodios de series estelares como Breaking Bad o Mad Men. Con un paquete tras otro, los cubanos desafían el cerco informativ­o que imponen los medios oficiales y se conectan al mundo.

Además, se ganan un sobresueld­o. Como lo hace a base de propinas en CUC el camarero de Starbien, que se aproxima a servir el plato fuerte: lomo de pargo al cilantro con guarnición crujiente de boniato. El pescado, inase- quible para la mayoría de la población, quizá cayó en las redes de Lázaro, que pide llamarse así “para no tener problemas”. Faena con su bote frente a la costa de Guanabo, pueblito de pescadores al este de la capital y zona de esparcimie­nto para los habaneros. No ha salido al mar porque hay temporal, pero cuenta su brega cotidiana: “De todo lo que saco, el 80% es para el Gobierno. Me paga a 38 pesos el kilo. El otro 20% es para mí y puedo venderlo en el mercado libre hasta por 50 CUC el kilo”. Igual que los demás, este oficio también halló la manera de burlar el control oficial. Antes de llegar a puerto, los pescadores esconden la mayor parte de la captura bajo el agua, en sacos marcados con boyas. Así, llegan a la marina con poco que venderle al Estado. Luego, de noche, recuperan la mercancía buceando y la despachan a clientes privados que les pagan en moneda convertibl­e. A pesar de las dificultad­es, Lázaro espera un futuro mejor, a diferencia de alguno de sus compañeros que beben cerveza en la cantina y no esperan nada del deshielo en las relaciones con Estados Unidos.

Allí, precisamen­te, es donde planea ir Miguel, mecánico chapista, que espera fuera del paladar en su taxi, un Chevrolet del 56 restaurado de forma espléndi- da con el dinero que su familia le mandó desde Nebraska. Llega el momento del postre, flan de caramelo con guinda confitada, y de saldar la cuenta: 26 CUC, casi dos meses de sueldo en pesos cubanos. “Aquí te matas trabajando y nunca tienes nada. La gente no se va por problemas políticos, emigra porque no tiene un porvenir económico. Yo me voy", anuncia Miguel.

Su hermano mayor, que se lanzó al Caribe en balsa diez veces y

“Te matas trabajando y nada. La gente emigra porque no tiene porvenir”

a la undécima logró pisar territorio gringo, le reclamará en 2016 por reunificac­ión familiar. Mientras, seguirá trabajando con el coche estupendo que restauró, donde ahora suena el rapeo en disco pirata de Los Aldeanos, el grupo de hip-hop más popular de la isla, a pesar de estar vetado: “El abuso no se acaba, crece como un enjambre / Porque ustedes lo que ya quieren es rendirnos por hambre / Juventud a estresarse, no hay balanza que resista / Entre el deseo de graduarse y casarse con un turista...”.

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ALEXANDRE MENEGHINI / REUTERS Estudiante­s con banderas de la Organizaci­ón de Pioneros José Martí cerca de su monumento en la plaza de la Revolución de La Habana
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CHIP SOMODEVILL­A / GETTY IMAGES Un proveedor independie­nte de pequeña escala lleva un saco de naranjas del Trigal, el mayor mercado de agricultor­es que se encuentra en las afueras de La Habana

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