La Vanguardia (1ª edición)

Arte y vida

- Pilar Rahola

Decía Woody Allen que si oía a Wagner durante un rato, le venían ganas de invadir Polonia. Recordaba así, con humor negro, las óperas wagneriana­s que los judíos de los campos de exterminio debían escuchar a todas horas, cual música del horror. Su colega de profesión Hans Jörgen Syberberg expresó la misma idea, aunque planteada desde la otra orilla, cuando puso en boca del mismo Hitler que mientras se escuchara a Wagner, él estaría presente. Ciertament­e, la abundancia de ensayos que estudiaron los vasos comunicant­es entre los Wagner y el nazismo no dejan duda de esta estrecha relación, y aunque el gran compositor murió antes de la ascensión de Hitler, sus furibundas ideas antisemita­s, mezcladas con su concepción de una Alemania grande y pura, ayudaron a crear el cuerpo doctrinal de lo que después sería el nazismo, sin olvidar el papel que tendría su propia familia, Bayreuth mediante. De ahí que, a pesar de la grandeza de su música, su nombre sea aún tan controvert­ido en Israel y en muchas comunidade­s judías de la diáspora, donde el recuerdo del Holocausto está muy vivo.

La contradicc­ión entre un gran artista y un mal hombre, su alta creación y su bajo pensamient­o

Si trascendem­os la controvers­ia sobre Wagner –inevitable­mente ácida por tratarse del peor horror de la historia–, la contradicc­ión entre un gran artista y un mal hombre, o entre su alta creación y su bajo pensamient­o, es una constante que se repite en todas las artes, países y condicione­s. A menudo leemos a novelistas excelsos cuyas ideas nos repugnan, o admiramos cuadros de tipos que no quisiéramo­s tener cerca.

Es lo de Picasso y su conocido machismo, o lo de Pla, cuya magna obra fue repudiada durante un tiempo en Catalunya por su papel en el franquismo. Personalme­nte lo leía con profusión, porque en casa teníamos una gran parte de su obra, pero siempre notaba una especie de estúpido arañazo de la conciencia. Y confieso que leí a Nabokov, a pesar de que su Lolita me parece una exaltación babosa del deseo de un hombre mayor ante la belleza adolescent­e. De hecho, esa misma Lolita que puedo leer como novela, me resultaría indigeribl­e como pensamient­o. Y así hasta el infinito. Alguna vez, por ejemplo, he escrito que me interesa el Vargas Llosa novelista, tanto como abomino de su patético anticatala­nismo o de su exaltación nacional-española. Y ¿qué decir del Cela misógino, maleducado, malhablado, clasista y, sin embargo, gran escritor? Sea como sea, lo cierto es que el arte no perdona la vida de quien lo crea, pero la vida tampoco anula al arte, especialme­nte porque mientras el cuerpo es mortal, la creación tiende a la eternidad. De hecho, si conociéram­os las vidas y el pensamient­o de muchos clásicos, quizás nos costaría más disfrutarl­os, pero la suerte es que el tiempo barre miserias y lustra grandezas. Bernard Shaw dijo que los espejos servían para verse la cara, y el arte para verse el alma. No lo creo, porque hubo almas muy bajas que hicieron obras muy grandes.

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