Piedad con el pobre comensal

Lo veías venir. Sabías que, por bien que hubiera empezado el menú, llegaría el momento en que el camarero te lo acercaría con una amplia sonrisa y, en el peor de los casos, casi derretido sobre una gruesa pieza de carne. Que de nada serviría que la cadencia de los platos hubiera sido impecable hasta ese momento; que cada bocado hubiera llegado en el instante justo y en la ración apropiada. De nada serviría que te hubieran sentado de maravilla los deliciosos entrantes. Sabías que era inevitable: al chef le entusiasmaba el foie y quería agasajarte. Le gusta- ban las vieiras y se había propuesto que gozaras con su carne tersa; le hacían gracia las gambas crudas y no te privaría de su sabor, de su textura ni de su difícil digestión. Y ahí estaban, como el freno de mano capaz de detener en seco el apetito, la grasa que bajaba con pesadez y las consiguientes ganas de pedir la cuenta y salir corriendo.

No sería fácil atreverse a decirlo por primer vez: “Yo no tomaré foie ni vieiras”. Sólo así sería posible sobrevivir al uso y abuso de un manjar imprescindible en cualquier menú que se preciara. Por suerte, la fiebre fue pasando. El foie tuvo su momento, como lo tuvieron la vieira, los carpaccios o el cochinillo de lentísima cocción. O como los tatakis (¿una cena sin un buen tataki de atún?), o los huevos a baja temperatura. Como tienen ahora su momento los cebiches y los molletes, el foie también lo tuvo. Y fue tal el hartazgo, que los cronistas gastronómicos necesitaron indulgencia para no acabar provocando un espectáculo al reventar sus venas y arterias en medio del restaurante. Ahora regresa con más sentido común. Y apetece recordar platos exquisitos de foie, como los del vasco Andoni Luis Aduriz, chef de Mugaritz, al que algunos se empeñaron en acusar de cómplice del maltrato animal. Fue la pequeña cruzada en favor del pato. O contra los chefs que apostaron por la vanguardia. Y eso también produjo cierto hartazgo.