Éxodo en Katmandú
El Gobierno nepalí anima a que la gente regrese a sus pueblos ante la escasez de alimentos en la capital
Huir de Katmandú se ha convertido en una prioridad para su población flotante de trabajadores y estudiantes. Nada menos que cuatrocientas mil personas habrían abandonado la capital nepalí desde el terremoto, con destino a sus pueblos de origen, según el Ministerio del Interior. Muchos más siguen intentándolo. Dicho éxodo ha vaciado sustancialmente áreas de acampada como Tundi Khel, en las que el lunes los desplazados se contaban por miles y anoche apenas por cientos, dando una apariencia fantasmagórica a la recién montada colonia de tiendas de campaña.
Los que pueden, huyen en vehículos particulares. Otros, la mayoría, acuden a las estaciones de autobuses antes del alba –no se puede circular de noche por el estado de las carreteras– con la esperanza, mayoritariamente frustrada, de comprar un billete.
A ellos hay que sumar los que ayer creyeron en la promesa del anciano primer ministro Koirala, de que quinientos autobuses –en realidad cedidos por escuelas privadas– iban a ser fletados, gratis, a todos los destinos. Una cola de dos kilómetros se formó frente de la Asamblea Constituyente. Pero tras muchas horas, “solo llegaron cincuenta autocares”, explica Binod, uno de los que se quedaron fuera. La frustración degeneró y se produjeron enfrentamientos con agentes antidisturbios. La policía también tuvo que proteger de la ira a una cara- vana de vehículos de ministros.
“El Gobierno estimula a la gente a marcharse”, opina Vikash, agente de seguros, “porque es consciente de que los alimentos escasean en Katmandú”. Estaría desactivando un escenario inflamable, ya que sus medidas contra el acaparamiento no parecen muy efectivas y el descontento por la falta de liderazgo es muy evidente.
“El precio de las verduras se ha disparado y el del agua embotellada se ha doblado”, explica Ramesh, que de buena mañana también hizo cola en balde para viajar a su pueblo natal, a 350 kilómetros, donde “no ha habido desperfectos”. Se hartó de dormir al raso –dejó de hacerlo el lunes– y de todos modos, sus hijas no van a tener escuela “en dos o tres semanas”. “La gente tiene miedo en Katmandú”, resume un guardia de seguridad.
También la estación central de autobuses es un hervidero, con más pasajeros potenciales que asientos, aunque no pocos chicos viajan hasta en el techo del autocar. Algunos tienen motivos tristes para regresar a sus pueblos, como el joven que responde con un llanto cuando se le pregunta.
En la zona de hoteles baratos que rodea a la terminal se han desplomado entre quince y veinte edificios. El recuento de cadáveres suma ya 5.238 y se admite que podría alcanzar los diez mil. Por lo que a estas alturas un rescate con vida –y sin un rasguño– caso de Rishi Khanal, gracias a un equipo francés, da esperanzas y ocupa noticiarios.
Ayer empezaban a abrir algunos, pocos, comercios de alimentos y bebidas –sobre todo bebidas– de primera necesidad. Pero el resto permanecía cerrado, excepto en los alrededores de los hoteles turísticos. Incluso allí, el menú del almuerzo de un popular jardín-restaurante era escueto: patatas fritas.
Mientras muchos quieren abandonar Katmandú, no son pocos los que pagarían por ser evacuados a la capital y recibir asistencia sanitaria.
En el hospital Traumático Nacional la situación cambia todos los días. Ayer, en espacio de minutos, llegaban diez niños de Sindhupalchowk, el distrito montañoso más golpeado, con 1.260 muertos. Entre los heridos están dos hermanas de seis años, Giyalmu y Khemro Tamang, acompa- ñadas por su joven padre. El doctor Divya las examina y la primera es conducida al interior del hospital, providencialmente inaugurado hace cinco meses. Pero su gemela se queda en el vestíbulo porque “no se puede hacer nada por su pierna gangrenada. Ya está perdida”. La herida apesta y la niña llora de dolor, mientras la voluntaria que la acompaña reconoce un mayor orden en el centro “desde que los médicos no faltan”. Sin embargo, el dramatismo de las situaciones vuelve a crecer, porque les empiezan a llegar casos graves desde el epicentro del terremoto.
“Gente que, desde el sábado, lo único que han tenido ha sido una primera cura y tratamiento intravenoso”. Personas que, salta a la vista, llevan la misma ropa que el sábado, cuando les atrapó el terremoto de 7,8 grados, pero que jamás volverán a ser las mismas.
Los alimentos se disparan de precio y crece el descontento contra el Gobierno