Pobre pero no honrado
Días de furia. La proximidad de las elecciones, o los nervios provocados por las encuestas, o la primavera que la sangre altera agitan a los agentes políticos. Sobre todo, a los hasta hoy mayoritarios. Ya no hacen discursos tranquilos, ni apenas plantean interpelaciones razonadas, ni dan respuestas sosegadas. Van a degüello. Los socialistas atizan sin piedad al presidente del Gobierno y el presidente descalifica a la oposición. Los populares niegan coherencia e inteligencia a la nueva dirección socialista, y el PSOE echa en cara todos los días al PP su corrupción, que ahora parece centrada en la amnistía fiscal y sus derivadas. Y así, el debate político se ha convertido en la últimas fechas –ya venía de antes– en un andar a escobazos, con un resultado que recuerda vagamente los palos de ciego.
Sucedió el martes en el Senado, donde media docena de portavoces consolidaron a Cristóbal Montoro como ministro de Hacienda de tanto pedir su dimisión, y donde Rajoy deseó que el PSOE esté mucho tiempo en la oposición para no provocar un nuevo desastre económico. Y ocurrió ayer en el Congreso, prácticamente con el mismo resultado. Si ustedes me pidieran un resumen en dos frases de las discusiones en la pomposamente llamada sede de la soberanía nacional, se parecería a éste: para la izquierda, el mandato de Rajoy es el periodo de mayor corrupción, de
Tengo derecho a que desde las instituciones no se traslade a la sociedad un sonido de menosprecios
mayor restricción de derechos y mayor injusticia social. Para el señor Rajoy, el socialismo no le puede dar lecciones de ética, ni de eficacia ni de buena administración. Esa es toda la riqueza del debate.
Algo parecido ocurre en todos los parlamentos del mundo. Forma parte de los modos parlamentarios. Y seguramente hace falta esa viveza para dar vida a la política. Mis censuras son que no se saca nada en limpio y que no estamos ante políticos que expresen honestamente su pensamiento. Y lo siento mucho: si no lo plantean honestamente, no son honestos. No tienen la honradez de reconocer en el adversario ni la pequeña bondad de la intención. Todo es negro o blanco sin distinción de matices. Y lo peor: entienden que eso es lo correcto, que así es la política, que las injurias, ofensas, injusticias personales e incluso las mentiras y la destrucción del honor del oponente forman parte del juego político y así lo tenemos que aceptar.
Pues yo no lo acepto. Como contribuyente tengo derecho a un mínimo ejercicio de responsabilidad por parte de quienes nos representan. Tengo derecho a que sus discusiones se basen en argumentos y no en una interminable sucesión de improperios. Tengo derecho a que se presenten alternativas de sentido común y no salidas del estómago. Y creo que tengo algún derecho, sobre todo, a que desde las instituciones no se traslade a la sociedad un sonido de menosprecios, de cotos irreconciliables. Más que nada, porque alguien lo puede interpretar como expresión de rencor y ese rencor se puede contagiar.