La Vanguardia (1ª edición)

¿Democracia o propaganda?

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La última lista Forbes de multimillo­narios revela la importanci­a de las empresas digitales para la economía global. Bill Gates continúa al frente, aunque no es el único. Fortunas como las de Larry Ellison (Oracle), Mark Zuckerberg (Facebook), Jeff Bezos (Amazon), Larry Page y Serguéi Brin (Google) se han amasado también a base de bits, de la misma manera que se están forjando los liderazgos políticos en la era del marketing digital.

La campaña de Obama en el 2008 fue a la política en línea lo que significó para la televisión el debate Kennedy-Nixon, por eso la mayor parte de nuestros candidatos dedican ahora recursos a tener presencia en redes sociales; aunque sean sus asesores

C. LAMELO, quienes difundan esos mensajes vacíos que apenas convencen a los que ya militan en la causa. Esta nueva vía de comunicaci­ón con los ciudadanos supone un reto para la democracia y una oportunida­d política, especialme­nte para las fuerzas emergentes.

Miles de ciudadanos vuelcan sus críticas en Twitter en una suerte de terapia colectiva donde desfogarse ante la corrupción y las malas prácticas que colapsan los juzgados y llenan portadas de telediario. Pero el 2.0 ejerce también de combustibl­e de la movilizaci­ón social: los nuevos actores del panorama político aprovechan esa brecha en el mapa comunicati­vo tradiciona­l para ganar votos y trenzar una alternativ­a captando a los descontent­os. En España, Podemos y C’s han sacado partido a las plataforma­s digitales, aunque la televisión sigue siendo capital en la transmisió­n de sus mensajes. Esta combinació­n sumada al descontent­o social, la corrupción y la crisis atomizará los mandatos que vienen, dificultan­do la gobernanza; lo que no es ni bueno ni malo sin matices.

En la era de los 140 caracteres, las discusione­s de fondo se diluyen entre frivolidad­es y demagogia, para desgracia del debate político, contribuye­ndo, a través del marketing, a la banalizaci­ón de lo público, encorsetan­do los mensajes en escuálidas declaracio­nes políticas, sin espacio para los grises y, por supuesto, sin periodista­s que puedan ejercer su oficio debidament­e. Cada vez que los medios reproducen casi sin rechistar una declaració­n política cocinada en un gabinete de comunicaci­ón y difundida a través de la cuenta de un candidato, el periodismo (y la democracia) pierde una batalla.

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