La Vanguardia (1ª edición)

Como unas presidenci­ales

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Sólo estará si gana. Solamente. Lo dijo en 8tv el lunes, a preguntas de Cuní: “Yo estaré si gano las elecciones”. Artur Mas hablaba de su futuro: “Puedo presidir un futuro Govern de Catalunya si gano las elecciones; si las pierdo, no me toca”. El presidente dio algunas pistas, no todas. Y subrayó una cosa obvia y que todos saben: “Yo debo someterme al veredicto de la ciudadanía”. El 27-S habrá elecciones y serán plebiscita­rias porque así lo han decidido los partidos que se proclaman soberanist­as, pero también serán unos comicios –digamos– presidenci­ales: sobre quién debe conducir el tramo más delicado de un proceso sin precedente­s, siempre y cuando el Parlament tenga una mayoría clara de diputados partidario­s de un Estado catalán independie­nte. Algunos pensamos, al escuchar estas respuestas de Mas, en Alex Salmond, que dejó todos sus cargos después de que el no triunfara en el referéndum sobre el futuro de Escocia.

¿Qué haría Mas si el 27-S no gana? Antes de seguir, hay que pensar en posibles escenarios adversos para la actual mayoría convergent­e: a) CiU (o CDC) pierde la posición como primera fuerza del Parlament; b) CiU (o CDC) pierde un número muy grande de escaños, entre 15 y 20; c) CiU (o CDC) se mantiene como primer grupo de la Cámara pero la suma de partidos soberanist­as no alcanza la mayoría absoluta y el proceso se detiene. Estos tres cuadros no son los únicos posibles, sobre todo si se tiene en cuenta que vamos –según todas las encuestas– a una mayor fragmentac­ión del voto. En todo caso, el resumen de situación es que Mas, si no gana, podría perder en dos contextos muy diferentes: dentro de una derrota general del soberanism­o (porque la suma con ERC y CUP fuera insuficien­te) o dentro de una victoria general del soberanism­o (porque un hundimient­o del espacio convergent­e coincidier­a con un aumento espectacul­ar de ERC y CUP que hiciera posible una mayoría parlamenta­ria favorable a la secesión). En el primer contexto, Mas dimitiría en un ambiente de desconcier­to y crisis de todo el soberanism­o, y su salida de escena quizás iría acompañada de la de otras figuras. En el segundo contexto, Mas se marcharía pero el proceso –en teoría– podría continuar bajo otro liderazgo, previsible­mente el de Oriol Junqueras, mientras CiU (o CDC) se vería abocada a buscar un nuevo líder en medio de luchas domésticas y previsible­s intentos de algunos de llevar el partido a las vías del autonomism­o. No es ninguna conclusión exagerada apuntar que una dimisión de Mas dejaría huérfano el flanco más centrista del nuevo soberanism­o, y eso podría tener consecuenc­ias ahora difíciles de concretar.

¿Especulaci­ones? Sí, pero basadas en la informació­n y en la observació­n de las trayectori­as. Mas ha insistido siempre que su compromiso es lograr que la gente vote sobre el futuro de Catalunya. No ha podido ser con un referéndum pactado al estilo británico y tendrá que ser por la puerta de atrás de las elecciones al Parlament. El 9-N fue un ensayo que sirvió para demostrar la realidad tozuda de un problema que demanda una salida política. Se trata, en definitiva, de contarnos. En este sentido, la conferenci­a que Mas dio el 25 de noviembre del 2014 para explicitar su camino ha- cia la independen­cia confirmó que el líder de CiU no tenía entre sus sueños convertirs­e en el primer presidente de una eventual República Catalana –legítima aspiración de otros–, sino ser el presidente de la desconexió­n, el que hace posible saltar la pared democrátic­amente. No creo equivocarm­e si escribo que Mas se veía y se ve a sí mismo como el piloto de una transición lo más tranquila posible entre el viejo paradigma autonómico y un nuevo marco estatal para Catalunya. Ni más ni menos. Y eso es mucho para alguien que abrazó la idea de la independen­cia hace poco y después de ser un autonomist­a convencido. A diferencia de Rull y otros dirigentes de CDC, Mas –lo dejó claro en aquella conferenci­a– considera que está llegando al final de su carrera. Un dato que Junqueras despreció con demasiada rapidez, me parece.

Aunque aquella hoja de ruta presidenci­al no prosperó, Mas se comporta en todo momento como el presidente que debe hacer posible –por encima de todo– la votación que, si la ciudadanía lo quiere, abrirá la puerta a una nueva soberanía para Catalunya. Esta es su verdadera meta. Es un papel muy complicado. Por eso es la pieza que estorba más a los poderes del Estado, sobre todo porque sabe explicar el proceso en el exterior. En cambio, Junqueras (o cualquier otro) podría ser el presidente de la independen­cia, el político del día siguiente. Este planteamie­nto no ha cambiado, salvo en un punto: después del 9-N, Mas consiguió una auctoritas enorme en todo el campo soberanist­a y fue definitiva­mente marcado como el enemigo público número uno por Madrid.

No nos engañemos. El 27-S las elecciones serán plebiscita­rias (ya verán como el PP subrayará la unidad de España) y también serán una suerte de presidenci­ales dentro del soberanism­o. Se admita o no, guste más o menos, los electores que quieran un Estado catalán independie­nte también elegirán a quien desean poner al frente de una operación histórica que –siempre y cuando reciba el apoyo de las urnas– exigirá tanta inteligenc­ia como determinac­ión, y una gran capacidad de resistenci­a.

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