Tres tazas de publicidad
Los finales de las grandes series propician debates fratricidas en la secta seriéfila. Poder juzgar un todo a través de una única escena eleva el espejismo del poder dictar sentencia a categoría de dogma. Desde los finales de Los Soprano y Perdidos no se vivía la expectación provocada por el final de Mad men. El desenlace no desmerece la serie: la completa con una coherencia valiente en la que, felizmente, las apariencias engañan. La última temporada es un monumento al desconcierto existencial y al drama de vivir en la impostura (incluidos los ramalazos psicotrópicos) y en una sucesión de abismos. La ortodoxia argumental obliga a cerrar tramas y algunas se despachan con precipitación. Pero las paredes maestras resisten. Matthew Weiner obra el milagro de cerrar una historia que es un género en sí misma, con personajes de una solidez mítica. Mad men desprecia la dictadura del dinamismo y, además de otras cosas, cuenta cómo la industria de la publicidad debe someterse a la crudeza económica, social y censora de la realidad y cómo sus pioneros más talentosos son cauterizados por un sistema que desemboca en la amenaza hippy de la era de acuario y su perversa promesa de felicidad (del tabaco y el alcohol a la marihuana y la cocaína; de Martin Luther King y J.F. Kennedy al yoga y al refresco identitario). Quien quiera discutir el final, allá él. Prefiero decir Mad men en voz baja, como si rezara, y constatar cuántas escenas de categoría me vienen a la mente (nadie se ha tumbado en los sofás con la elegancia existencialista y resacosa de Don Draper; nadie ha entrado en un ascensor con la potencia atractiva y atómica de Joan Holloway). SEGUNDA TAZA. Happyish, escrita por Shalom Auslander (autor de Lamentaciones de un prepucio, ed. Blackie Books). La trama se centra en las miserias de un publicitario cuarentón moderadamente amargado que, a rebufo del justificado prestigio del humor judío, se cree más brillante de lo que es. Dice: “Olvidad Mad men. La publicidad no tiene nada bonito. Nada interesante. Hacemos lo mismo que cualquier otra persona en estos tiempos: besar el culo de adolescentes llenos de acné, ignorantes y arrogantes”. Tanto cinismo provocador tiende al hartazgo. Por suerte, la serie también retrata el drama de los cambios generacionales en las grandes empresas y tiene diálogos y actores de una comicidad de autor corrosiva y sugerente, por encima del nivel medio de comedias (a medio camino de Togheterness y Man seeking woman). ¿Le sobran pretensiones intelectuales? Sí, pero no renuncia al atrevimiento, como al analizar Al Qaeda desde un prisma mercadotécnico o cuando un personaje (interpretado por Bradley Whitford) afirma: “Dios es una marca”. TERCERA TAZA. Risto Mejide ha vuelto con Al rincón de pensar (Antena 3). La primera conversación, con el líder del PP vasco Borja Sémper, mostró a un Mejide sobreactuado en su papel fiscalizador, como si aún no controlara el equilibrio entre autoría y exceso de protagonismo. Cuando en la etapa anterior compartió sofá con Rosa Díez, Mejide tuvo el acierto de decirle que le recordaba a la señorita Rottenmeier. El miércoles Mejide tuvo momentos –por suerte no fueron todos y, corrigiéndolos, no deberían afectar a la sustancia de la propuesta– de un rottenmeierismo difícil de soportar.
La última temporada de ‘Mad men’ es un monumento al desconcierto existencial y al drama de vivir en la impostura