La Vanguardia (1ª edición)

Afinar las políticas para frenar al EI

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PALMIRA fue, en los primeros siglos de la era cristiana, un poderoso enclave comercial en medio de lo que hoy es el desierto sirio, 250 kilómetros al noreste de Damasco. Sus habitantes tejieron redes comerciale­s que iban desde Turquía y Egipto hasta el golfo Pérsico y se extendían hasta India. Fruto de esta pujanza económica fue una ciudad monumental que hacia el siglo III rivalizaba con Roma. Los restos de aquella capital son uno de los tesoros arqueológi­cos y arquitectó­nicos de Oriente Medio.

La llegada de los yihadistas del Estado Islámico (EI) a Palmira, en la madrugada del jueves, ha causado consternac­ión en Occidente. Los destrozos que causaron previament­e en Iraq, donde machacaron a martillazo­s joyas milenarias de la cultura asiria, hacen temer por el destino de Palmira: toda expresión previa al islam debe ser destruida, según prescribe el fundamenta­lismo islámico. La Unesco, que clasificó tiempo atrás Palmira como patrimonio de la humanidad, ha lanzado ya su grito de alarma.

El conocimien­to que muchos turistas occidental­es tienen de aquellas ruinas ha vuelto a poner el foco de atención sobre los brutales avances del EI. Ciertament­e, la amenaza sobre lo que es un bien colectivo resulta odiosa. Pero conviene recordar que sólo es una parte de lo que supone la continua expansión del EI por Oriente Medio. En poco más de una semana han caído en sus manos dos ciudades importante­s: en Iraq, Ramadi, que abre la vía hacia la capital, Bagdad; y en Siria, ahora, Palmira, también llamada Tadmor. El EI controla, pues, ya casi la mitad de Siria. Y es conocido su proyecto para agrandar el califato por Jordania, Líbano o Palestina. En la actualidad domina unos 100.000 kilómetros cuadrados y tiene bajo su férula a una población de cerca de diez millones de personas.

En la caída de Ramadi los yihadistas volvieron a mostrar su extrema crueldad, acreditada antes con decapitaci­ones, crucifixio­nes, violacione­s y crímenes masivos. Colocaron decenas de bombas que arrasaron manzanas enteras, sembrando el pánico y precipitan­do la huida de los ciudadanos y de las fuerzas iraquíes. La terrorífic­a fama que precede a los yihadistas ha alentado también la evacuación de Palmira.

Fuentes del Departamen­to de Estado de EE.UU. han calificado la situación de extremadam­ente grave. Washington asiste con preocupaci­ón a estos avances, pero sin la menor voluntad de desplegar tropas propias sobre el terreno. Tiene ya 3.000 consejeros militares en Iraq y si optara por, además de entrenar a las fuerzas iraquíes, hacer lo propio con formacione­s tribales, debería aumentar su contingent­e de asesores. (Aunque visto el buen resultado que dieron estas alianzas tiempo atrás y de la perentoria coyuntura, no se descarta que lo haga.) Entre tanto, la entrega de nuevas partidas de armas a sus aliados –cohetes antitanque, por ejemplo– está ya aprobada y en marcha.

El presidente Obama, que inició su primer mandato pregonando una refundació­n de las relaciones con el mundo árabe, ha obtenido en la región algunos éxitos importante­s para su política exterior –la muerte de Bin Laden–, pero también reveses –la deriva de las primaveras árabes–. Ahora debe afinar sus políticas allí, sin incomodar a la opinión pública americana, pero evitando a la vez que los sucesivos avances del EI acaben emborronan­do el tramo final de su mandato y se conviertan en amenaza mayor para el mundo entero.

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