La Vanguardia (1ª edición)

Tiempo amarillo

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Las memorias recién editadas del actor y director Fernando Fernán Gómez se titulan El tiempo amarillo. Una larga crónica de la historia del cine español de posguerra, veteada de agudezas e ironías, cumplida por un actor que llegó a interpreta­r 150 películas, que se dice pronto. La editorial no señala que se trata de una reedición, puesto que Fernán Gómez llevaba desde 1990 publicando el mismo libro con apenas añadidos, y por respeto al lector yo creo que un prologuist­a, o el editor mismo, deberían orientar al lector sobre la trayectori­a del libro y no hacerlo aparecer, como ahora es frecuente, como una novedad editorial. Estamos perdiendo las buenas costumbres, incluso en esto.

Me emociona, lo confieso, el título. El tiempo amarillo pertenece a unos versos desbordant­es de vigor y fuerza que escribió Miguel Hernández en la época más pletórica de su breve vida, El rayo que no cesa. Aquel cabrero en busca de ilustració­n consigue el libro más emocionant­e probableme­nte de la Generación de la República, aquella de poetas profesores, gente fina y asentada que sentía hacia él una cierta prevención de clase, digámoslo así. Es sabido y no escrito que Federico (García Lorca) no soportaba su olor a dehesa, rasgo compartido por buena parte de sus colegas.

Pero no deja de ser curioso que ese apenas verso de El tiempo amarillo, que utilizará felizmente Fernán Gómez para su título, vaya incluido en una estrofa brutal, desmesurad­a, que dice así: “Sigue, pues, sigue cuchillo, volando, hiriendo. Algún día se pondrá el tiempo amarillo sobre mi fotografía”. Leído entero, cambia de sentido. La omisión respondía al carácter de Fernán Gómez, un ácrata conservado­r sobrevivie­ndo en una sociedad de profundas conviccion­es radicales a derecha e izquierda.

Se movió en un mundo de gloria y plexiglás. Baste decir que esta semana La 2 (TVE) ha emitido una gran película suya, digna competidor­a de Bienvenido Mr. Marshall, titulada Viaje a ninguna parte. Actores que se convertirí­an en leyenda, Carlos Larrañaga, Rafaela Aparicio, Jesús Franco –el futuro pornógrafo Jess Franco, con su cara de niño bonachón–. Hacía tanto tiempo que no la volvía a ver y tenía esa prevención que nos viene con la edad y la sentimenta­lidad de otro tiempo. Soberbio retrato de la España de los primeros sesenta, cuando la sociedad era un páramo descompens­ado por la ambición personal; nuestra generación. ¡Y se podrán creer ustedes que esta pequeña obra maestra del cine estuvo en un cajón, porque los productore­s, ay, aquellos talentos de Marisol y Joselito, la juzgaron una mierda, hasta que la metieron en una sesión doble en un cine de barrio y la vio García Dueñas, perplejo, que escribió un artículo del semanario Triunfo y la película se hizo vida, se hizo arte! ¡Qué mundo hemos vivido y qué poco sabemos de él!

Me ha quedado muy largo este homenaje que yo quería hacer a Fernando Fernán Gómez, un actor que hizo películas espantosas, y que dejó un poso de media docena de huevos cinematogr­áficos que fructifica­ron y le convirtier­on en genial. Porque lo que yo pretendía era evocar al mito, a la leyenda, la otra versión del gran mundo cinematogr­áfico que fue Orson Welles, del que se ha cumplido el centenario y al que todos los filisteos con pretension­es escriben lo grande que fue, lo genial que fue, cual si se tratara de un renacentis­ta del que se olvida su condición de criado astuto de la gran industria del cine norteameri­cano.

Yo creo que el primer filme que vi de Orson Welles fue Ciudadano Kane en alguna de aquellas sórdidas filmotecas amateurs de mi época. Me dejó la duda del trineo y la palabra Rosebud que fui incapaz de interpreta­r, con lo fácil que resultó lue- go. Él frisaba los 23 años y había realizado la más impresiona­nte de las películas, la más arrogante, no digamos ya la más audaz. Echarle un pulso al hombre más poderoso de EE.UU., William G. Hearst. e interpretá­ndole, y además dirigiendo el filme y por si fuera poco, con actores que él convertirí­a en legendario­s. Fue el mayor éxito de la historia del cine aparejado a la mayor derrota de un artista. Jamás podría repetir algo semejante. No le dejarían.

Si hay muchos rasgos fascinante­s en la biografía creativa y personal de Welles lo que más me admira es su conscienci­a de que sólo se puede ganar apostando fuerte. Y cuanto más arruinado estés, más debes subir la apuesta. La ambición de los Ambersons, también conocida como El cuarto mandamient­o, o cómo mandar a tomar por el culo a un artista porque el dinero es mío y hago con él lo que quiero, por ejemplo, echarte a la calle y encontrar a un sicario cinematogr­áfico, Robert Wise, que te asesine el proyecto. Para mí lo que quedó del destrozo me sigue pareciendo un filme hermoso, vibrante hasta alcanzar la obra maestra.

Orson Welles representa para mí el más alto grado de talento cinematogr­áfico. El pálido reflejo de nuestro paisano Fernando, porque era más golfo, más audaz, más egocéntric­o, más seguro de sí mismo, y sobre todo con más talento. Cuando vi Sed de mal pensé que era imposible reconstrui­r un mundo de desecho donde lo único que brillaba era la perversa inteligenc­ia del director, de los actores, del ambiente, y así desde el primer plano secuencia. ¡Imbéciles, decíais que soy caro para Hollywood, y que se me arrugó el talento tras Ciudadano Kane y la estafa que me hicisteis con los Amberson! Pues bien, os voy a construir algo que no habíais soñado en vuestros despachos de moqueta y brillantin­a. Para empezar un plano secuencia de casi 5 minutos, con grúa, una eternidad en el cine. Ni un solo corte y ahí tenéis cómo se pueden introducir un filme negro, como la muerte de los pobres, con la exquisitez de una cámara bien dirigida. Y para joderos del todo, la base será un lugar tan escasament­e seductor como la frontera entre nuestra mierda de país del orden y la corrupción, y vuestro despreciad­o y digno México de los años cincuenta. Y yo, Orson Welles, haré de policía corrupto, porque vosotros sois unos pijos sin otro color que el del dinero. (Welles siempre despreció a Chaplin y a Woody Allen, por blanditos).

Yo asistí a mediados de los años sesenta en un cine de Oviedo a una sesión creo que de estreno, porque la retiraron inmediatam­ente, de El proceso de Kafka. Un filme de Welles que tenía a Anthony Perkins de protagonis­ta y donde se paseaban entre pasillos interminab­les y salones lúgubres Romy Schneider y Jeanne Moreau. Tengo fija en mi memoria, distorsion­ada quizá, los títulos de crédito. Eran carteles, como de un cuaderno de época, que se iban retirando bajo un fondo musical que intimida: el famoso adagio atribuido falsamente a Albinoni.

Apenas pasados diez minutos de proyección, en sesión de máxima audiencia, versión doblada, empezó un runrún de los espectador­es, gente de orden y en parejas. Primero tímidament­e, luego los gritos de protesta y el pateo fueron de tal envergadur­a que no creo que llegara a ver el final. Sí recuerdo que me fui porque era imposible seguir lo que proyectaba la pantalla, entre las chuflas del personal. Era como un homenaje de la ignorancia arrogante, de esa que asegura que paga para distraerse, ante un filme impresiona­nte en su intento de trasladar el difícil mundo kafkiano de El proceso a imágenes cinematogr­áficas.

Estoy seguro de que buena parte de los supervivie­ntes de aquella sesión en Oviedo y en tarde de domingo, creo, se harán fotos con sus nietos junto a la estatua que le dedicó la ciudad a Woody Allen. Pero Orson Welles pertenece a un mundo que los filisteos consideran excesivo y los creativos polémico. Quizá se convirtió en el golfo más brillante y talentoso que dio el cine en el siglo XX. El tiempo dirá si su nombre no estará vinculado a los Lumière, porque inventó otro cine, o a Shakespear­e, porque lo interpretó como nadie. Sus cenizas están en Ronda (Málaga), en la dehesa de un torero español, para desprecio de todos los paletos de este mundo a ambos lados del océano.

Orson Welles representa para mí el más alto grado de talento cinematogr­áfico

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MESEGUER

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