La plaga de los contestadores virtuales
Vivimos tiempos fascinantes, vertiginosos. Cada día inventan un aparato nuevo, una nueva aplicación, un prodigio que va más allá que el anterior. Pero, de vez en cuando, parece como si el progreso, para bajarnos los humos y ponernos en nuestro lugar, sintiera la necesidad de exhibir su sentido del humor y reírse un poco de nosotros, de mostrarnos que un paso adelante puede ser en realidad un paso atrás, que nunca se sabe y que la picaresca, tan vieja, también sabe servirse de los avances digitales y de las nuevas tecnologías.
Tomemos, por ejemplo, los operadores telefónicos virtuales, estas maquinas amabilísimas que contestan nuestras llamadas de teléfono dándonos la bienvenida al servicio de atención al cliente de la compañía X y diciéndonos que si queremos que nos atiendan en catalán hagamos el favor de pulsar uno y si queremos que nos atiendan en castellano, dos; que por favor pulsemos uno, dos, tres o cuatro según cuál sea el motivo de nuestra llamada y que digamos con voz clara y fuerte el número del contrato o de nuestro carné de identidad o pulsemos las cifras correspondientes; que entonces nos ponen música y, al cabo de un rato, nos vuelven a pedir que pulsemos uno, dos o tres según queramos esto, aquello o lo otro; que nos vuelven a poner música –interrumpida de vez en cuando por una voz agradabilísima que nos pide que no colguemos y nos asegura que están haciendo todo lo posible para atendernos en seguida–, y nos vuelven a pedir que pulsemos un par de números más; y, finalmente, nos dicen que hagamos el favor de llamar en horas de oficina porque ahora no nos puede atender nadie, o que han tomado nota de lo que queremos y los técnicos de la compañía ya se pondrán en contacto con nosotros, o que todos los operadores están ocupados y que no pueden atender nuestra llamada, pero que por favor no colguemos porque quieren saber nuestro grado de satisfacción con la atención que hemos recibido y nos quieren hacer un par de preguntas.
¿No son muchas de estas máquinas una versión actualizada del viejo “vuelva usted mañana”? Desgraciadamente se han multiplicado como champiñones. No hay manera de llamar a ninguna compañía medianamente grande sin tener que perder varios minutos pulsando numeritos al dictado de una de ellas. Hablar con un ser humano acaba siendo dificilísimo. Más que una ayuda para el cliente, muchos contestadores virtuales son una muralla defensiva que permite a la compañía de turno ahorrar personal, dar largas a los clientes insatisfechos, desviar las reclamaciones a un call center de Arequipa o de la Patagonia donde nadie sabe nada de nada e incluso ganar dinero cuando el número de teléfono de atención al cliente no es gratuito, que raramente lo es, sino el clásico 901 o 902 de pago. Por eso las preguntas que hacen son a veces tan absurdas. Se trata de alargar las llamadas el máximo posi- ble para ir facturando, que son dos días.
¿Se sabe qué mente privilegiada las concibió? Seguro que, fuera quien fuera, el inventor de estos contestadores virtuales –o el que los programa para torearnos– se muere de risa al ver la frustración que causa a los pobres ciudadanos que un día quieren cambiar un vuelo, o que se les ha estropeado el router, o necesitan ampliar la potencia contratada con la compañía eléctrica, o quieren avisar a la compañía de seguros de que se ha producido un siniestro. Seguro que se siente orgulloso viendo como los pobres que llaman deben pulsar un número y otro y otro; como se impacien- tan, cansados de esperar e irritados por la musiquita, un aria inmortal que por teléfono resulta odiosa o una melodía que a partir del segundo minuto suena como una burla; como llega un momento en que, en vez de contestar las preguntas del operador virtual, dicen que quieren hablar con una persona, marcando bien las sílabas para que la máquina les entienda, u-na-perso-na; como acaban enviando la máquina a freír espárragos con un par de tacos irrepetibles.
Yo estoy en contra de la tortura. No quiero que el lector tenga ninguna duda de ello. Siempre lo he estado. Pero en este caso, a título excepcional, quizás la admitiría para castigar al progenitor de estas criaturas y –como en Cándido, de Voltaire– “pour encourager les autres”, es decir, como aviso a sus colegas para que no se pasen de listos. Una cosa es servirse de la tecnología para mejorar la eficiencia y otra abusar de la paciencia de la gente. ¿Qué método recomendaría? El más justo, el más adecuado para el crimen cometido: grabar en un iPod las cintas de los contestadores virtuales de todas las compañías telefónicas, eléctricas, de seguros, líneas aéreas... que encontrase y obligarle a escucharlas una tras otra, sin intervalos ni reposo, hasta que le pasaran las ganas de inventar nada más. Sería un suplicio horroroso pero merecido.
Una cosa es servirse de la tecnología para mejorar la eficiencia, y otra, abusar de la paciencia de la gente