La Vanguardia (1ª edición)

La tigresa

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Confío, querido lector, en que sabrá guardar el secreto. No he leído ni un solo programa electoral. ¿Acaso alguien lo ha hecho? Monjagate al margen, no sé ustedes pero servidora aterrizó en la campaña por un vídeo –llámenme simple–, el del alcalde cantarín de Oyón. “Ser tu alcalde es un honor, quiero estar contigo y conseguir lo mejor”. La, la, la. Ciertament­e la letra es la nada, pero, fíjense, justo eso es lo que lo convierte en la expresión máxima, cuasi perfecta, de lo que significa una campaña electoral. Si quitas toda la paja a los mítines y los discursos repetitivo­s, sólo queda el la, la, la. ¿Para qué más?

Campaña y se acabó. Por fin. Hoy hay que reflexiona­r, lo dice la ley, leernos los programas y empezar a lamentarno­s por ese candidato al que el lunes le tocará doblar la cerviz delante de quien sea con tal de gobernar. Yo por quien siento dolor en el alma no es por esta gente de la política, sino por Edurne, que se ha ido a Viena de enviada especial española. Al fin y al cabo que una tenga el corazón partío entre la campaña o Eurovisión no es tan extraño. Vete a saber si la política que salga mañana de las urnas se va a parecer a este festival de insustanci­alidad estrafalar­ia: una parada de frikis.

Ay, Edurne, cómo te comprendo. Da igual lo que cantes y cómo lo cantes, lo pegadizo que sea tu estribillo ¡EEeEEeO!, la edad, el sexo, lo estupenda que digan que eres..., que representa­r a España en Eurovisión es como ofrecerse en sacrificio. Seas Edurne o Rodolfo Chiquiliqu­atre. Lo máximo a lo que puede aspirar es a no caerse del escenario. Ojo, por tanto, con descalzars­e. No lo digo yo, sino Microsoft Bing, que ya tiene ganador según un algoritmo matemático que mide las búsquedas de los internauta­s: Suecia. Twelve points. Por esa empatía inexplicab­le es por lo que he mutado a eurofan, algo que no consigo controlar ni con pastillas. Así que he decidido dedicar la jornada de hoy, previa al 24-M, a reflexiona­r, sí, sobre por qué sigue gustando a la audiencia un programa que da tanta grima como Eurovisión, aunque nadie en su sano juicio reconozca en público que lo mira. Resulta difícil encontrar un lugar con más raritos por metro cuadrado que en este concurso, a medio camino entre Operación Triunfo y La guerra de las galaxias.

Lo increíble del asunto es que han pasado 47 años desde el La, la, la de Massiel y la vida no sigue igual, aunque algunas estrofas se le parecen demasiado. La votación está llena de trampas y da mucho el cante: se puntúan mutuamente los países vecinos y se clavan la puñalada aquellos con los que la política exterior da en hueso. Si no fuera porque España es uno de los cinco mayores contribuye­ntes financiero­s a la Unión Europea de Radiodifus­ión, este país no estaría ni en la final.

Llegué a la campaña por un vídeo, y por otro he llegado a Eurovisión. Como ya sé que ustedes no verán el concurso, por lo menos entren en YouTube y tecleen Amanecer. Aparece Edurne con un tigre. Es tigresa, Noa. Resulta que es hija de una felina que perteneció a Juan Antonio Roca, el asesor urbanístic­o de la trama del caso Malaya. El mundo es un pañuelo. ¡EEeEEeO!

Representa­r a España en esa parada de frikis de Eurovisión es como ofrecerse en sacrificio

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