EL EPO TAJE
La parálisis política y la falta de órganos locales escogidos en las urnas alimentan la suspicacia de los donantes
empleado de oenegé acostumbra a tener sus rasgos y no los de, pongamos por caso, un sherpa.
El nepalés, emparentado con el hindi, es en origen el idioma de estas castas. Durante tres siglos, la monarquía nepalesa intentó moldear el país de acuerdo con la lengua, la religión hindú y los esquemas de casta de esta élite, a pesar de la enorme diversidad étnica y religiosa del país. Sin embargo, más del 60% de los nepaleses sigue teniendo otra lengua materna, no oficial. Y pueblos anteriormente catalogados oficialmente como hindúes ahora se reconocen como budistas.
Este conflicto no siempre soterrado y siempre pendiente de resolución complica muchas cosas. Más aún cuando Nepal no cuenta con una administración local ele- gida democráticamente desde hace más de una docena de años, con el consiguiente caciquismo y corrupción. Ahora son los maoístas los que se resisten a aceptar elecciones locales antes de cerrar la constitución, por temor a que sean presentadas como un sustituto de la federalización. El caso es que la parálisis política y administrativa ha dificultado las operaciones de rescate y distribución de ayuda y perjudicará la rehabilitación y reconstrucción.
Los maoístas desaprovecharon su momento de mayor popularidad. Es cierto que ni las élites ni el Gobierno indio –receloso de “la equidistancia entre China e India” propugnada por estos, así como de sus propios maoístas, aún en el monte– les pusieron las cosas fáciles. Tras años de clandes- tinidad y privaciones, el nuevo tren de vida de algunos camaradas, incluido el propio líder Pushpa Kamal Dahal, Prachanda, provocó indignación. En el 2006, este aterrorizaba a las clases acomodadas en su primer mitin en Katmandú: “Las masas explotadas impondrán una dictadura sobre los que las han dominado durante 250 años”. Sin embargo, seis años más tarde buscaba dócilmente casa en Lazimpat, el mejor barrio de Katmandú, propósito del que sólo se retractó tras recibir un sillazo en una tormentosa reunión del comité central.
La otra espina es la desmovilización del ejército popular. Hasta el 2012, veinte mil guerrilleros estuvieron acuartelados en campos bajo custodia de la ONU. Tras un largo pulso, se acordó que 6.500 de ellos se integrarían en el Ejército de Nepal, pero finalmente fueron menos de 1.400, el 95% como soldados rasos. El establishment, que no pudo doblegar a los maoístas en tiempo de guerra, lo ha hecho en tiempo de paz con mayor facilidad de la esperada. Por eso hay quien acusa a Prachanda de traición y ha surgido una escisión con ganas de volver al monte. Su número dos, Bhattarai, defiende que la prioridad es consolidar un sistema multipartidista que acabe con el feudalismo. Lo cierto es que el ejército de Nepal está formado básicamente por la casta tradicionalmente guerrera del hinduismo –chhetri en Nepal– circunstancia con la que el ejército indio se encuentra muy cómodo. En las pecheras de los uniformes se repiten unos po- cos apellidos. Los mismos que acompañaron desde Gorkha al fundador, Prithvi Narayan Shah, cuyo sueño era convertir Nepal en “un jardín de cuatro castas y treinta y seis subcastas”, cosa que sólo se ha cumplido a medias. Eso sí, el hombre más rico de Nepal, Binod Chaudhary, alardea de no haber probado jamás los fideos instantáneos de pollo que le han hecho milmillonario, ya que su casta es vegetariana.
El ex rey Gyanendra, que sigue siendo vecino de Katmandú, inspeccionaba en chándal, estos días, la magnitud de la tragedia y sectores tradicionalistas minoritarios no pierden la esperanza de que él o su nieto restauren la monarquía, aprovechando el desengaño con la democracia y el ascenso al poder en India de las huestes de Narendra Modi, que lamentaron en su día que el único soberano hindú del mundo fuera derrocado, olvidando que era el único porque cuarenta años antes India había degradado a todos sus marajás.
Nepal ha importado con provecho muchos rasgos culturales de India, empezando por su alfabeto. Sin embargo, sus aspectos más controvertidos no han sido atenuados como lo han sido en la propia India, donde décadas de democracia han asentado medidas de discriminación positiva de las castas bajas y aborígenes.
Un enviado inglés a Katmandú escribió hace 220 años que había “casi tantos templos como casas y casi tantos ídolos como personas”. Aunque eso fue antes del terremoto – y antes del expolio.
En un cambio de papeles, los que más fotos hacían en Katmandú inmediatamente después del terremoto eran los nepaleses. Auténticas multitudes retratándose, por ejemplo, sobre los cascotes de la atalaya de Dharahara, de nueve plantas, bajo la cual perecieron cincuenta visitantes.
Las tres plazas mayores de Nepal, en Katmandú, Bhaktapur y Patan muestran el desmoronamiento de varios templos y palacios reales. De los 581 edificios protegidos, 137 han quedado completamente destruidos y 444 parcialmente. Sin embargo, la mayor pérdida es fruto del expolio y se produjo impunemente durante décadas, a manos de diplomáticos extranjeros o de la propia familia real. En Bhaktapur se recuerda a un príncipe desmontando estatuas con una grúa.
Tras un mes, los diarios nepaleses vuelven a dedicar algún espacio a los temas de costumbre, como el número de compatriotas fallecidos durante la semana en Qatar, por caída de andamio, infarto, accidente de transporte o suicidio. El caso es que el flujo de nepaleses que van a trabajar al extranjero se ha reducido de 1.500 al día a 900. Malasia, Qatar y Arabia son los primeros destinos y las remesas de los emigrantes explican en parte el boom de la construcción, con poco respeto por la regulación y resultados a la vista.
Muchos emigrantes en el Golfo Pérsico que hubieran querido regresar estos días a Nepal a ayudar a sus familias no lo han podido hacer porque su pasaporte está confiscado hasta el final del contrato. Amnistía Internacional acaba de sacar un informe sobre las reformas laborales en Qatar, titulado “Prometer poco, hacer menos”. Lema con el que se ganan pocas elecciones y que sin embargo los nepaleses comprenden perfectamente.
Tanto los monárquicos como los maoístas sueñan con reconquistar el poder