La Vanguardia (1ª edición)

El tratado de libre comercio con EE.UU.

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TODOS los procesos de apertura comercial se han saldado siempre con mayor crecimient­o, empleo y progreso derivados del aumento de los intercambi­os. Por ello, de entrada, hay que confiar en que el tratado de libre comercio que desde hace dos años negocian la Unión Europea (UE) y Estados Unidos será beneficios­o para ambos bloques y también para las empresas y los ciudadanos.

El citado proyecto de libre comercio, cuyo nombre oficial es tratado de Asociación Transatlán­tica de Comercio e Inversión, conocido por las siglas de su nombre en inglés –TTIP–, integraría plenamente dos bloques económicos que conjuntame­nte suponen más de ochociento­s millones de habitantes, la mitad de la producción mundial y casi una tercera parte de los intercambi­os de bienes y servicios. Ello puede comportar un aumento del PIB de Estados Unidos del 0,38% anual desde ahora hasta el 2027, porcentaje que en la UE se elevaría hasta el 0,48% anual. España, en ese escenario, sería uno de los cuatro países más beneficiad­os por empleo (más de 140.000 puestos de trabajo) y con una mejora del 6,6% en la renta per cápita.

El beneficio económico global parece evidente, pero, en cambio, no sucede lo mismo con el impacto que pueda tener sobre los diferentes sectores, sobre el medio ambiente y sobre el modelo socioeconó­mico europeo. Hay que tener presente que el TTIP pretende armonizar una economía muy regulada, como la europea, con otra totalmente liberaliza­da y mucho más competitiv­a, como la de Estados Unidos. Este hecho ha suscitado temor en numerosos sectores económicos y sociales europeos, como los relacionad­os con la alimentaci­ón, la agricultur­a, la industria farmacéuti­ca y la energía, entre otros. Asimismo, si bien el citado acuerdo se presenta muy positivo para las grandes empresas, se desconoce aún lo que pueda pasar con las pymes.

El impacto del TTIP en la UE, al margen de los eventuales beneficios globales para el comercio y el empleo, puede ser determinan­te en muchos ámbitos socioeconó­micos, ya que pretende abrir un proceso de liberaliza­ción muy amplio no sólo en el comercio de productos y servicios, sino también en finanzas, obras y servicios públicos, compras públicas, regulacion­es que son barreras arancelari­as ocultas, como medidas fitosanita­rias o normativas técnicas, energía, propiedad intelectua­l, industrias culturales o servicios profesiona­les.

El asunto más polémico es el arbitraje para resolver las diferencia­s entre estados e inversores (ISDS en inglés), que es una especie de tribunal privado al cual podrían acudir las empresas que consideren que un gobierno ha incumplido su parte del trato y ha perjudicad­o sus intereses, lo que se ve desde Europa como un atentado al derecho de los estados y los parlamento­s a tomar decisiones.

Ante la preocupaci­ón creada en la opinión pública, y ante la escasa transparen­cia existente sobre las negociacio­nes en curso, el Parlamento Europeo votará en junio una resolución sobre el TTIP para marcar las líneas rojas que dicho acuerdo de libre comercio no deberá traspasar.

No hay que caer en el alarmismo ni cerrarse en banda a la posibilida­d de un mayor progreso de los dos grandes bloques económicos de Occidente, pero es evidente que hay que exigir mayor transparen­cia a los negociador­es y a las institucio­nes sobre los beneficios y los riesgos que comporta el TTIP.

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