Las vacas de la mala leche
En la reciente campaña electoral, los candidatos a la alcaldía de Barcelona no han hablado de cultura, y no parece que se haya echado en falta –excepto, quizá, por los que Xavier Bru de Sala denomina “culturalistas”, que se conformaron con oír a los portavoces de las distintas candidaturas en el Cercle d’Economia–. Por lo que sé, mucho ruido y pocas nueces: seguiremos entre la falta de recursos y la asfixia fiscal, las cuotas de partido y los grupos de influencia, el minifundismo y la división corporativa, el despotismo de la burocracia y el sucursalismo de barriada, la emprendeduría voluntarista y la precariedad maquilladora del paro. Es tentador acudir al tópico de que todo sería culpa de la separación entre cultura y vida. Pero hoy la cultura es “política cultural”, o sea relato oficial –por tanto, ficción– difundido desde los distintos medios públicos y privados, convertidos en auténticos “partidos” que barren para el negocio común –la producción indus- trial de la cultura y el consumo que es su origen y consecuencia–. Por lo que respecta a la vida extramuros del poder, se trataría de ir tirando, reduciendo el gasto a lo imprescindible, y haciendo un hueco en el cerebro a la nostalgia del paraíso que nunca existió –un terreno abonado para todas las supercherías de la “política cultural”–. Y así se cierra el círculo, más o menos infernal, de cultura y vida.
Para ver claro en la siempre turbia realidad, es aconsejable frecuentar productos genuinos, que permitan una lectura política de buena ley por la vasta riqueza de vida que aportan –pienso en la biografía Joan Perucho, cendres i diamants, de Julià Guillamon–. Así como los personajes secundarios suelen necesitar actores principales, una cultura pequeña exige indagadores de fuste. (Ahora cabría decir que es sorprendente que semejante libro, con toda la información que acarrea, no ocupe blogs, tertulias, y páginas enteras de periódicos, pero, claro, si no fuese así, no seríamos una cultura pequeña). El principal mérito de este libro es que lleva a cabo una investigación de primera mano y altísimo nivel obviando los cotilleos culturales de los divulgadores y las arbitrariedades de los vengadores culturales. Con las herramientas del historiador, del filólogo y del crítico, Guillamon no ha dejado de indagar en ningún archivo, biblioteca o hemeroteca; ha revisado fondos y catálogos; ha leído biografías, memorias y epistolarios; ha revuelto álbumes y efectuado entrevistas –no ha dejado en paz ni a los vivos ni a los muertos–.
Así nos ha podido mostrar sin medias tintas que veníamos de una derrota histórica, acompañada de una represión sin tregua, y de una división interna y externa que sólo la gente de la cultura superó con remiendos y compromisos, renuncias y fidelidades. Las falacias sobre el carácter “burgués” de la cultura catalana dan risa cuando puedes seguir, de la mano de Guillamon, los avatares de las revistas Alerta, Ariel, Laye o Atzavara, porque muestran nuestra persistencia en la endeblez: catalanismo y clandestinidad, cultura oficial y colaboracionismo, lenguas en conflicto, en préstamo, o en intercambio, espacios colectivos y obra individual, indiferencia y oportunismo se combinan para hacer emerger una nueva cultura catalana, que ya no podrá ser como antes. Si el lector quiere extraer consecuencias de ello, puede establecer comparaciones con el presente –esa es la virtud de los libros que nos interpelan–. ¿Dónde estamos? En un momento delicadísimo, cuando las estructuras laboriosamente creadas por varias generaciones se tambalean, los trabajadores de la cultura andan dejados de la mano de Dios, se está perdiendo el público, el mundo financiero mira hacia otro lado, y los poderes dejan a la sociedad a merced del vendaval, porque la cultura oficial si no reparte dinero, no es nada. A partir de aquí se podría pensar en el modo de aprovechar lo que nos queda, desde una lectura humilde del pasado, para ahorrarnos expectativas desmesuradas hacia una reconstrucción del tejido cultural basada en relatos mesiánicos gallináceos. Porque la pobre cultura catalana –la “cultureta”, para los que hacen como que no saben quienes son (me ahorro a los séniors) Espasa, Rojals, Todó, Oliver, Sales, Serés, Nopca, Cantero, Bagunyà, Pujol, Sanmartí, Terès, Benesiu o Lara–, no tiene bastante con arrastrar los problemas de todo sistema pequeño –que no menor–, en un mercado ferozmente competitivo, sino que, en los últimos tiempos, hace el papel de pimpam-pum entre quienes aprovechan la coyuntura política para rebajarla y denigrarla a unos niveles que ya teníamos olvidados.
Según sus adversarios, en el seno de la cultura catalana, todo sería mediocre, subvencionado y corrompido por el poder; sus escritores independentistas –los 500, ni más ni menos, que suscribieron un manifiesto–, según un poeta, serían “vacas ciegas”; a Porcel, el autor de L’emperador o l’ull del vent y de El cor del senglar, se le insulta sin pudor en periódicos y libros por su relación con el poder; Barcelona sería una menestrala lerda y vulgar, sin mundo, con una burguesía mezquina y gregaria; y aún quedan los que osan clasificar a los clásicos contemporáneos en “cosmopolitas y no”: Pla, Sagarra y Maragall lo serían, mientras que Foix, Carner, y Riba... estos no. ¡Jesús, María y José! Cuando leo, en un paisano gracioso, que el mundo soberanista ha difundido “verdades edulcoradas, nubes de humareda, y misiones unánimes”, e intento entender las razones escondidas, detrás de las firmas, del último manifiesto para la salvación de la cultura barcelonesa, pienso que los tiempos nunca habían estado tan maluchos para la lírica como, según Barral, la prosa de los primeros libros de Juan Goytisolo...
Se intenta presentar la cultura catalana como una realidad mediocre y corrompida y se insulta sin pudor a Porcel