LAS BRECHAS DE NEPAL
El terremoto del pasado mes de abril se añadió a las fracturas que ya acarreaba el país del Himalaya.
Las agujas de la Torre del Reloj de Katmandú se pararon a las 11.52 del 25 de abril. Una hora y un día que seguirán marcando a Nepal durante décadas. Sin embargo, un minuto antes del terremoto, la república del Himalaya distaba mucho de ser una armónica Shambhala. Nepal era y es uno de los países más pobres y peor comunicados de Asia. Un país fragmentado en varios sentidos, donde la brecha entre castas dominantes y castas –y etnias– subalternas se ensancha, sin que una década de guerra civil (19962006) haya servido de escarmiento. A los políticos nepaleses se les está pudriendo la paz entre las manos y sus hipotéticos dividendos han quedado sepultados bajo los cascotes. Está por ver si la onda expansiva provocará nuevos derrumbes políticos o si la ayuda internacional apuntalará a un gobierno poco representativo de la pluralidad y que ha vuelto a demostrar su parálisis.
Mañana se cumple un mes del gran cataclismo y la tarea por delante es descomunal. Hay un millón de personas sin techo y pueblos enteros deberán ser reubicados antes de que empiecen las lluvias –en cuestión de semanas– y con ellas los corrimientos. Sólo en el distrito de Gorkha, uno de los más afectados, se propone el abandono de veintidós pueblos y la reconstrucción de sus 2.314 casas en lugares más seguros. Mientras que en Katmandú y sus alrededores, 1.500 edificios deben ser demolidos de inmediato porque amenazan ruina.
Lo peor de la condición humana también aflora. El Gobierno ha tenido que prohibir la inscripción de nuevos orfanatos, tras detectar que 45 niños que ni siquiera eran huérfanos eran llevados al valle de Katmandú –donde ya hay 560 orfanatos registrados– como anzuelos de la solidaridad internacional o para ulterior tráfico. Una ventana a la esperanza es que el próximo domingo reabrirán las escuelas.
Por otro lado, según una organización budista, doscientos monjes han perecido a causa del derrumbamiento de un millar de monasterios.
Las grietas políticas agravan la sensación de desamparo. Cabe recordar que hace apenas nueve años, la rebelión maoísta dominaba el 80% del país. Los acuerdos de paz, auspiciados por India, establecían una república democrática, laica y federal. Sin embargo, sus señorías –que según mostra- ron las cámaras de la Asamblea Constituyente durante el temblor, pueden ser muy veloces cuando la ocasión lo requiere– llevan siete años sin conseguir consensuar una constitución. El punto en discordia es, sobre todo, la reorganización federal del país, que debería beneficiar a las pobla- ciones nativas mongoloides (janajatis) y a los nepaleses de las llanuras o madhesis, muchos de ellos de origen indio reciente. Otros colectivos tradicionalmente excluidos, como las castas bajas o los musulmanes ven menos ventajas en la federalización.
Que el primer ministro, Sushil Koirala, sea primo de tres anteriores primeros ministros da idea de las inercias, aunque el puesto simbólico de presidente sea ostentado por un madhesi, Ram Baran Yadav. Todos ellos son o han sido dirigentes del proindio Partido del Congreso de Nepal.
Dos semanas antes del seísmo, la oposición maoísta volvió a paralizar el país con una huelga general, en protesta por los planes del Gobierno de aprobar por mayoría, y no por consenso, los artículos relativos a la federalización. Maoístas y madhesis quieren que esta se haga de acuerdo a unidades étnico-lingüísticas, como en India. Mientras que la élite quiere rebanar el país en franjas puramente administrativas de norte a sur, en las que ellos seguirían siendo el fiel de la balanza.
Desde el siglo XVIII, las dos castas altas hindúes –originarias de India– que dominan Katmandú, han intentado unificar esta colección de valles a su imagen y semejanza. Ellos copan el 80% de los cargos públicos y las profesiones liberales, por lo que un médico, un funcionario, un militar o un