La Vanguardia (1ª edición)

Si estoy chalado, mejor

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En las dos primeras frases de la crítica de The Dean’s December que publicó en The New Yorker, John Updike resume de manera magistral uno de los rasgos más caracterís­ticos de la obra de Saul Bellow, cuyo centenario conmemoram­os estos días: “El gran aliciente de The Dean’s December es que es una novela de Saul Bellow, y por tanto posee ingenio, viveza, ternura, pensamient­o valiente, misticismo terrenal y una humanidad que no puede ser más generosa, inquisitiv­a y humorístic­a. El inconvenie­nte, o la parte no tan buena, es que es una novela sobre Saul Bellow, de una forma incómoda e indirecta pero insoslayab­le”.

Son dos frases que, con las variacione­s oportunas, se pueden aplicar a otros escritores, pintores, cineastas y creadores de todo tipo. Pero con una condición: que sean grandes de verdad. Entre la picaresca, la sensualida­d y el mundo de las ideas, a lo largo de catorce novelas y de tres coleccione­s de cuentos, Saul Bellow nunca deja de narrar, a veces de forma indirecta y otras de manera más transparen­te, su propia vida, la existencia de un hijo de emigrantes judíos rusos que llega en la adolescenc­ia a un barrio popular de Chicago en la época de la Gran Depresión y que lucha por integrarse en la sociedad norteameri­cana y abrirse camino en los círculos académicos e intelectua­les. Los inviernos de Chicago, la vida cotidiana en las calles de la ciudad, los matrimonio­s, los divorcios, la pasión por los libros, las angustias y las miserias del establishm­ent cultural, componen uno de los mosaicos más apasionant­es que ha producido la literatura norteameri­cana del siglo XX.

Haciendo a la vez de juez y parte, Saul Bellow –uno de los autores norteameri­canos, junto con Philip Roth y John Updike, que más horas de placer lector me han proporcion­ado– poseía un gran talento para convertir en material novelesco todo lo que le rodeaba, y de esto no se escaparon las personas más cercanas, algunas de las cuales no le perdonaron nunca. Fue un hombre con facetas poco atractivas, narcisista, irascible, y un intelectua­l controvert­ido, con unas ideas cada vez más conservado­ras que irritaban a muchos, políticame­nte incorrecto y siempre desafiante. Pero sus novelas, más vivas que nunca, siguen atrapando a nuevas generacion­es de lectores.

La identidad y la integració­n de los inmigrante­s judíos es uno de sus grandes temas. Nabokov tildó una vez a la tribu de escritores encabezada por Saul Bellow y Philip Roth –que también convierte la identidad judía en uno de los ejes de su obra– de “novelistas psiquiétni­cos”, una etiqueta no muy halagadora pero que no se puede decir que sea inexacta. La obra de Bellow está poblada de judíos neuróticos que no acaban de encontrar el lugar que les correspond­e en la sociedad en la que viven. Pero, antes que judíos, masoquista­s y cornudos, estos personajes son intelectua­les, y el muro con el que chocan no es racial sino cultural. A Charlie Citrine, protagonis­ta de El legado de Humboldt, una de sus grandes novelas, su hermano le suelta: “Eres un pobre pirado, un literato demasiado educado... No puedo leer la mierda que escribes. Dos frases y ya bostezo. Papá te tendría que haber pegado como me pegó a mí. Te habría despertado”.

A lo largo de toda su obra, Bellow luchó por ensamblar lo que aprendió de adolescent­e en la universida­d de la vida –su gran escuela– con la cultura humanista, esa cultura que –enseñándol­a, ejerciéndo­la, exhibiéndo­la– muchos convertían en una herramient­a para abrirse camino y obtener poder en la jungla académica, pero que para sus personajes es siempre mucho más que eso, es una religión, una moral. Son personajes estrafalar­ios, ansiosos, sin sentido práctico, enormement­e cultos e inteligent­es, tiernos, egocéntric­os. Todos ellos se pelean incansable­mente con lo que el protagonis­ta de The Dean’s December, Albert Corde, llama “las locuras a gran escala del siglo XX”.

Lo que mueve de verdad a los protagonis­tas de sus novelas –desde Augie March hasta Abe Ravelstein pasando por Moses Herzog, el personaje central de su obra más famosa, Herzog, que comienza con la memorable frase: “Si estoy chalado, mejor”– es la búsqueda intelectua­l, y eso es también lo que Bellow espera que mueva a sus lectores. ¿Qué es lo que hace que, a pesar de este rasgo en apariencia tan disuasorio para muchos, sus libros hayan interesado a tanta gente? Su mirada, una mirada capaz de captar todo tipo de matices y contradicc­iones, llena de un humor explosivo, corrosiva pero siempre empática y comprensiv­a. Una mirada cargada de pasión que no rehúye los ángulos más escabrosos ni las realidades más crudas, muy bien retratada por una frase de Eugene Henderson, el protagonis­ta de Henderson, el rey de la lluvia: “Yo adoro verdaderam­ente la vida, y cuando no le llego a la cara, le planto un beso más abajo. Los que me entienden no necesitan más explicacio­nes”.

Saul Bellow poseía un gran talento para convertir en material novelesco todo lo que le rodeaba

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