Le quitaron la palabra
Cuando, hace unas semanas, mi amigo Ramón García-Bragado Acín me hizo llegar al despacho un ejemplar del libro Ramón Acín toma la palabra. Edición anotada de los escritos (1913-1936), confieso que no sabía quién era Acín. “Aragonés por el apellido”, comenté; y añadí. “No sé por qué, pero lo asocio a Fermín Galán”. Luego, al hojear el libro, comprobé que esta asociación estaba justificada, pues se lee en el texto que el capitán Fermín Galán frecuentaba el hogar de Ramón Acín en sus desplazamientos conspirativos a Huesca, desde Jaca, para organizar la sublevación republicana de diciembre de 1930. “Se enfada si no voy a su casa”, confiesa Galán, y añade: “Me maravillo cada vez que voy a casa de Acín. Son ideales él, su mujer y sus niñas. ¡Su casa entera! ¡Acín ha encontrado su compañera! ¡Ha tenido suerte!”. Pero ¿quién era Ramón Acín?
Era uno de los cinco hijos –dos muertos de niños– de una familia arquetípica de la clase media provinciana, concretamente de Huesca, no rica pero sí asentada, con la peculiaridad de que había un piano en casa, lo que muestra cierta sensibilidad artística. Padre ingeniero y madre maestra fomentaron su afición al dibujo desde niño. Durante el bachillerato se hizo amigo para siempre de quien sería el escritor anarquista Felipe Alaiz. Inició la carrera de Químicas. Opositó sin éxito a delineante de obras públicas. Comenzó entonces su colaboración gráfica en diversos periódicos y, en 1913, fundó en Barcelona, con Ángel Samblancat –anarquista, también de origen aragonés–, el semanario La Ira. El primer número inserta una viñeta de Acín y en el interior aparece su primer artículo, “Id vosotros”, en contra de la guerra de Marruecos (“Id vosotros, soldados de cuota, a Marruecos; sentad plaza, jóvenes hijos de capitalistas, sportmans adinerados…”). El segundo número conmemora el cuarto aniversario de la Setmana Tràgica con un artículo de Acín titulado “No riais”, dura crítica a los representantes de la Iglesia. El gobernador civil de Barcelona cerró la revista y encarceló a sus redactores. A partir de este momento, Acín compaginó hasta el final su faceta de dibujante –y esporádico escultor– con la de articulista; y consolidó su posición profesional ganando la plaza de titular de dibujo de la Escuela Normal de Huesca.
Una vida absolutamente homologable a tantas otras, pero en la que lo atípico fue su permanente y activa adhesión al ideario progresista. ¿Anarquista blanco? Sería poco decir: el anarquismo es como un cajón de sastre en el que, bajo el común denominador de la crítica radical al Estado, caben posturas y matices muy diversos. Más vale, por ello, describir el ideario de Acín dejando constancia de su fe optimista en la mejora progresiva de las condiciones materiales y espirituales de la humanidad; de su convicción acerca de la existencia de “una moral universal y comprensiva que consiste en el cariño a la naturaleza y el respeto al individuo y a la especie”; de su aspiración a “un mundo de tolerancia y amistad”; de su pacifismo ideal; de su posición internacionalista y federalista, en la que censura y fiscaliza “el centralismo” y “la matriz cansada de la vieja España”, pero no es menos duro con el regionalismo y auto-
Recordar hoy a Ramón Acín, fusilado en agosto de 1936, va más allá de recuperar el significado de su compromiso
nomismo de raigambre conservadora, porque el amor a la propia tierra es incompatible con que se prive de libertad a quienes la habitan, razón por la que postula “un federalismo fuerte”. En resumen, el pensamiento de Acín se concreta –según José Luis Ledesma– en estas palabras: federalista, internacionalista, antibelicista, anticlerical, crítico del caciquismo y partidario de sustituir el sistema de la Restauración por otro más democrático.
En defensa de estas ideas y a la búsqueda siempre de la ejemplaridad personal en todos los órdenes de la vida, aceptó el compromiso. Participó en la sublevación de Jaca, pasó varias veces por la cárcel y, cuando la suerte le sonrió –le tocó el gordo en el sorteo de Navidad de 1932–, empleó parte del dinero ganado en la financiación de la película Tierra sin pan, de Luis Buñuel, testimonio tremendo de la comarca de Las Hurdes a mediados del siglo pasado. Pero pronto llegó su final. La noche del 6 de agosto de 1936 le quitaron la palabra. Fue asesinado por un pelotón de fusilamiento. No sólo por su filiación política, sino por el papel civil y ético que representaba. El 23 del mismo agosto fue también fusilada su mujer, Conchita Monrás, seguramente sólo por ser como era: libre. No todo acabó para ellos: tenían dos hijas, que han contribuido a preservar su memoria.
Recordar hoy a Ramón Acín va más allá de recuperar el significado de su compromiso, insertándolo en las circunstancias de su tiempo. Contribuye también a defender el valor de la palabra, que todos sin excepción debemos tomar para decir –y repetir una y otra vez– en público lo mismo que decimos en privado. Una palabra dicha siempre con espíritu de concordia, voluntad de pacto y predisposición transaccional. Una palabra no castrada por un sentido común mal entendido. Una palabra libre.