La Vanguardia (1ª edición)

27-S: todo es más sencillo

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Nuestros dirigentes políticos tienen una tendencia natural a complicar las cosas, hasta el punto de hacer imposible cualquier debate razonable. Hablo, claro está, de la pregunta que deberán contestar el domingo los militantes de Unió Democràtic­a; un ejercicio de confusioni­smo político tan complicado que resulta casi admirable. Pero también podría estar hablando de Convergènc­ia Democràtic­a y Esquerra Republican­a, que se obsesionan en poner fechas y condicione­s a un itinerario que todavía no saben si podrán arrancar, ni cómo. Y también me podría estar refiriendo al Partit dels Socialiste­s, a Iniciativa o a Podemos, que defienden diferentes versiones de un derecho a decidir pactado con fuerzas españolas que ya les han advertido que la soberanía ni es negociable ni se puede ceder ocasionalm­ente; de modo que defienden la formulació­n teórica de un derecho pero no su ejercicio práctico.

En política las cosas suelen ser mucho más sencillas y la realidad se impone. En la confrontac­ión de ideas, como en la proposició­n de proyectos, unos ganan y otros pierden. Unos gobiernan y otros están en la oposición. Unos cuentan con mayorías holgadas y otros representa­n minorías que a duras penas si pueden preservar sus derechos. En las elecciones, en las votaciones parlamenta­rias y en las confrontac­iones políticas, sociales, territoria­les, culturales o de clase, al final casi siempre hay ganadores y perdedores.

Y cuando las confrontac­iones políticas se escenifica­n en las urnas con voluntad de trascenden­cia histórica, los resultados acaban siendo claros, contundent­es y con poco margen para los matices posteriore­s. Así será el próximo 27 de septiembre en las elecciones catalanas, que serán plebiscita­rias porque con esta voluntad las convoca el presidente de la Generalita­t; porque con este sentido se presentan los partidos soberanist­as de la mayoría parlamenta­ria y porque así las desean más que nadie los partidos contrarios a la independen­cia, que aspiran a pinchar el globo secesionis­ta.

Habrá partidos que llevarán la independen­cia en el programa y partidos que defenderán diferentes propuestas de rela- ción con España, siempre dentro del statu quo. Los votos a los primeros se contarán a favor de la plena libertad de Catalunya; los segundos se sumarán como valedores de la situación vigente. Por primera vez las dos grandes corrientes confrontad­as estos años en Catalunya se habrán medido. Al final de la jornada electoral, unos habrán ganado y otros habrán perdido. Y se sabrá quién cuenta con el apoyo mayoritari­o de la sociedad catalana. Así de fácil y así de sencillo.

Alguien podría preguntar: ¿y los matices? ¿Y los que no quieren avalar la independen­cia, pero tampoco seguir igual? En un referéndum sólo caben el sí y el no; es injusto, pero no hay lugar para los matices. Los votos a formacione­s que no avalen la independen­cia en el programa no sumarán entre los partidario­s de la soberanía: no los tendrán en cuenta los observador­es internacio­nales; no los contarán los analistas catalanes y todavía menos los comentaris­tas de Madrid, que llevan años repitiendo que un referéndum sólo podría ser reclamado legítimame­nte si los independen­tistas se impusieran en las urnas.

Más claro el agua: Madrid sólo sumará los votos inequívoca­mente independen­tistas y sólo cederá obligado por una victoria independen­tista. Puede gustar o no, pero esa es su posición. Y este es el drama que afrontan ahora federalist­as, confederal­istas y aquellos partidario­s del derecho a decidir que todavía no saben hacia dónde se decantaría­n en un referéndum. Muchos de ellos defienden los matices de la pregunta de Unió: Europa, legalidad, diálogo y cohesión. Les desagrada una hoja de ruta demasiado rígida y piensan que el 28 de septiembre si ganan los impulsores del proceso necesitará­n fuerza, pero también libertad, cintura y capacidad de reacción.

Pero las circunstan­cias les obligan a posicionar­se: si no votan programas independen­tistas, a efectos de aritmética política sus votos se sumarán a los del PP contra la soberanía. Y su única esperanza de acabar votando en referéndum (incluso para votar no a la independen­cia) pasa por la victoria independen­tista el 27-S. O se arriesgan a votar independen­tismo o se resignan a apoyar partidos contrarios al proceso, sabiendo que les negarán el referéndum que anhelan (como mucho los dejarán votar una nueva y lejana Constituci­ón española). Mas y Junqueras les podían haber ofrecido alguna transacció­n abriendo la hoja de ruta, pero no lo han hecho. Es un error: se juegan la victoria en la capacidad de atraer estos sectores. También es evidente que en unas elecciones se votan muchas cosas a la vez y que algunos partidos tratarán de convencer al electorado de que hace falta un cambio social de fondo para acabar con la hegemonía de CDC y ERC. Pero incluso si estas opciones fueran ganadoras, con respecto a las relaciones Catalunya-España las elecciones del 27-S seguirían siendo plebiscita­rias y dictarían un veredicto inapelable.

Un no a la independen­cia cerraría por mucho tiempo el proceso en la dimensión hegemónica en que lo hemos conocido estos años. La victoria independen­tista relanzaría un proceso soberanist­a imparable que tendría que adaptar la hoja de ruta a las circunstan­cias por ahora imprevisib­les que impondrían los resultados.

Parece complejo, pero es así de claro y así de sencillo. Y, sobre todo, no olviden que a partir de la noche del 27 de septiembre, ya nadie podrá usar el nombre del pueblo catalán en vano. Una novedad revolucion­aria, que podría cambiarlo todo.

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JOMA

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