Susurro vital
La noche de las elecciones recibí una llamada misteriosa de un hombre sabio. Acabo de enterarme de los resultados, me dijo, y te llamo para preguntarte si vemos la botella medio llena o medio vacía. Lo bueno y lo malo de la gente sabia es que pone encima de la mesa juegos irresolubles. Cuestiones giratorias que suelen colocarte el pensamiento del revés, dando hermosas volteretas en el aire. Veámosla medio llena, respondí, captando en su voz el optimismo congénito que tanto nos une. De acuerdo, dijo, observemos más el necesario castigo que reciben los políticos corruptos que el incomprensible apoyo que siguen teniendo. Sí, dije yo, alegrémonos porque algo parece estar cambiando. Eso, dijo él, no nos entristezcamos porque el cambio nos parezca insuficiente. No, dije yo, saboreemos las posibilidades que se abren para darle la vuelta la tortilla. Y eso hicimos, durante un buen rato de conversación, empujándonos el uno al otro a ver la cara de la moneda que nos ayudaría a irnos a la cama con más paz.
No como hace casi cuatro años, cuando la sañuda irrupción de aquellas mayorías absolutas me llevó a acostarme envuelta en la nube de pensamientos negros que sin duda provocó el golpe en la cabeza que me di contra la pared, cuando me levanté de madrugada para ir al baño. Una pared perfectamente conocida, que siempre ha estado ahí, contra la que mi cabeza seguramente quiso golpearse para acabar de redondear el mal rollo. Esto se llama tocar fondo, me dije, volviendo a la cama aturdida por un golpe tan real y estúpido como premonitorio, que he recordado en cada recorte, cada decreto y cada robo, durante estos largos años. Pero aquella noche, los acontecimientos no daban lugar a interpretaciones simpáticas.
Son tantas, sin embargo, las cosas que podemos observar de un modo más o menos saludable. Cada momento que una mirada positiva le roba al pesimismo seguramente es una elección crucial que va construyendo nuestro irrisorio paso por la vida. Como dijo alguien, una mirada positiva es el soldado más fiero de esta guerra. ¿Hasta qué punto está en nuestras manos conducir el pensamiento hacia lugares serenos o insoportables? La forma de mirar lo que nos pasa ¿está impresa a fuego en nuestro carácter o es susceptible de moldearse con un cierto arte y mucha voluntad? Quizás las palabras que escogemos para contarnos cada cosa constituyan la cosa en sí. Tal vez el jugo de nuestra pequeña vida no dependa tanto de nuestros movimientos o circunstancias como de nuestras palabras íntimas. Esas que vamos escogiendo, entre posibilidades infinitas, segundo a segundo, para nuestro incesante susurro interior. Cada adjetivo, cada verbo. Ese arte de narrarnos a nosotros mismos que, como a veces nos descubren los hombres sabios, podría ser la madre del cordero. O una de ellas.
Tal vez el jugo de nuestra pequeña vida dependa de esas palabras íntimas que vamos escogiendo segundo a segundo