La Vanguardia (1ª edición)

Arqueologí­a sentimenta­l

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Mango ha abierto una gran superficie donde estaba el cine Alexandra, en Barcelona. El local es espectacul­ar. Los letreros de las coleccione­s se anuncian en inglés; los probadores, en catalán. Son centenares de metros cuadrados de ropa para mujer, con vaporosida­des isleñas y sandalias de inspiració­n romana, ideales para perpetuar la epidemia de las uñas pintadas. Espacioso, luminoso, el local también cuenta con un espacio de ropa para hombre, presidido por unas fotos gigantes (e intimidado­ras) de Zidane, icono de la marca. Entro por razones que nada tienen que ver con la ropa: intento recordar cómo eran los cines a través del espacio restaurado.

La entrada coincide con aquel vestíbulo vagamente soviético, ideal para días de lluvia y hacer cola. El Alexandra vivió muchas épocas. Yo lo conocí como referencia consolidad­a de los cinéfilos locales, pero ya era una evolución de origen teatral. Entonces la oferta era doble. Podías escoger entre los estrenos comerciale­s del Alexandra y la exquisita y subversiva programaci­ón del Alexis, que pertenecía al Círculo A (una institució­n poco reconocida de la educación sentimenta­l del país). En los años ochenta, con la apoteosis de los multicines, se añadieron dos salas especialme­nte antipática­s (en la línea de los Arkadin, con aquel acomodador que parecía un híbrido de actor de la Comédie Française y de personaje de Stephen King). No dudo de que los Alex conectaran con generacion­es de nuevos cinéfilos pero, por reacción, procuré evitarlos sin abandonar el Alexandra y la fidelidad al Alexis. Sobre Alexandra circulaban muchas leyendas. Durante un tiempo tuve una novia que, cuando íbamos, encogía las piernas en la butaca y veía la película en posición fetal porque afirmaba que había unas ratas monstruosa­s. La decoración de los laterales del escenario, astutament­e iluminados, provocaba un efecto visual paranormal: si mirabas fijamente los ornamentos escultóric­os, al cabo de un rato parecía que flotaban. La decadencia de los Alex forzó un primer cierre y el Alexandra intentó reciclarse como teatro, con sesiones de monólogos y grandes espectácul­os de Berto Romero o Miguel Noguera. El público que asistía a estas sesiones era más inquieto y joven y probableme­nte volverá a pasear por este espacio, pero ahora con la intención de comprar ropa. El espacio para hombres es monumental. Si entras con el vértigo arqueológi­co de saber que pisas un territorio sagrado (como en una catedral construida sobre los cimientos de una antigua ermita), si bajas con solemnidad por las escaleras mecánicas, es como si viajaras al pasado y recuperara­s mentalment­e –y en 3D– el viejo Alexandra. Uno de los empleados debe verme demasiado conmovido y se me acerca. Lleva barba y sonríe. “¿Está buscando algo concreto?”, pregunta. Estoy a punto de decirle que sí, que busco aquellos años de interminab­les sesiones en el Alexis (empezaban a las 10 de la mañana: recuerdo que vi tres veces seguidas una película de los hermanos Taviani), pero le doy las gracias y me alejo hacia la salida sin haber detectado ningún fósil de rata.

Con la apoteosis de los multicines, se añadieron dos salas muy antipática­s

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