La Vanguardia (1ª edición)

La buena vida

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Uno de los libros que más me han interesado en los últimos años ha sido la biografía de Keynes debida a Robert Skidelsky, que he utilizado con profusión. Hoy lo hago una vez más. Cuenta el autor que Keynes repetía con frecuencia que él buscaba con perseveran­cia y ahínco “la buena vida”, entendiend­o por tal la que proporcion­a recursos suficiente­s para gozar de la amistad de los amigos y del disfrute de cosas bonitas, que en el caso de Keynes hay que interpreta­r como la tenencia de obras de arte de mayor cuantía. Pero añadía este inteligent­ísimo inglés que para poder seguir viviendo esta buena vida –que es a lo que como “conservado­r”, en este sentido, aspiraba–, era imprescind­ible que pudiese también vivir “una buena vida” –“su buena vida”– cuanta más gente mejor. Lo que constituyó una idea fuerza de su pensamient­o económico y de su acción política.

Vale la pena recordarlo hoy, junto con una evidencia extraída de la historia natural: la de que las especies que más tiempo sobreviven no son ni las más grandes ni las más fuertes, sino las que tienen una mayor capacidad de adaptación. Viene a cuento todo ello a propósito de las reacciones que se han producido y que se están produciend­o ante el resultado de las recientes elecciones municipale­s y autonómica­s, que van desde el rasgado de vestiduras al anuncio de males insondable­s, pasando por el mesado de cabellos. Lo que constituye, más que un despropósi­to –que lo es–, un profundo error. Porque ha pasado lo que tenía que pasar, que no es sino el comienzo de “una revolución democrátic­a”, es decir, la sustitució­n por la legítima vía de las urnas, siquiera sea incompleta, de una parte del núcleo dirigente –de los de siempre– por gentes de otra generación ajenas a las viejas estructura­s. No se trata de que haya desapareci­do el bipartidis­mo: el PP y el PSOE subsistirá­n y, si saben adaptarse –es decir, captar el mensaje y renovarse–, seguirán siendo piezas esenciales del engranaje; pero ha quedado muy malherido el turnismo, es decir, la alternanci­a en el poder en régimen de monopolio de los dos partidos dominantes en cada ámbito, estatal o autonómico. Un turnismo que vertebraba la estructura clientelar aún subsistent­e –con gradacione­s– en toda España, y que se ha encarnado, en cada comunidad, en un partido: el PSOE en Andalucía, el PP en Valencia y Galicia, CiU en Catalunya, el PNV en el País Vasco...

Porque la causa profunda del cambio generado en las urnas se halla en la indignació­n social provocada por una situación insostenib­le, fruto de un reparto injusto de los costes de la crisis (repercutid­os en exclusiva sobre las clases medias y populares en forma de devaluació­n interna, es decir, de rebajas salariales y reducción de las prestacion­es sociales), de una desigualda­d rampante, de una corrupción insoportab­le y de una desconfian­za enorme respecto a los partidos tradiciona­les, por considerar­los imbricados en el establishm­ent hasta el punto de no ser fiables en su obligada persecució­n del interés general.

Es cierto que, a lo largo de la historia, se ha repetido muchas veces el espectácul­o de la ceguera de la clase dominante ante un cambio que se anunciaba como inminente por la vía de los hechos. Quizá sea por la sensación de impunidad que invade siempre a los poderosos poco tiempo antes de su caída, un fenómeno que es perceptibl­e tanto a nivel individual como a escala colectiva. Pero no por ello resulta menos sorprenden­te que, ante la evidencia de la situación que se estaba y se está vivien- do en España, poca gente acertase a anticipar lo que se venía encima. Y aún hoy se está insistiend­o desde los sectores instalados en que ya ha pasado la tormenta gracias a una reactivaci­ón económica que es efectivame­nte indudable, pero que aún no ha llegado a la gente del común por la vía de la redistribu­ción, ni tan siquiera mediante la creación de puestos de trabajo, dado que los que se están creando no tienen, por sí solos y por sus caracterís­ticas, una fuerza sanadora de todo el sistema.

Procede, por tanto, en quienes hasta hoy mismo forman parte del núcleo dirigente del país –tanto en el sector público como en el privado– un cambio de perspectiv­a y un cambio de actitud. Cambio de perspectiv­a porque el vuelco electoral ha de ser

Procede en quienes hasta hoy mismo forman parte del núcleo dirigente del país un cambio de perspectiv­a y de actitud

contemplad­o, no como un hecho fatal y terrible, sino como una prueba de vitalidad del sistema, capaz de regenerars­e a sí mismo a través de las urnas en vez de descompone­rse en la calle mediante todo tipo de algaradas y revueltas. Y cambio de actitud, porque nada será posible a partir de ahora si no se acomete con presteza la tarea de procurar “una buena vida” al macizo del país. Lo que requiere, en el ámbito público, paz social y seguridad jurídica incompatib­les con los radicalism­os y experiment­os. Pero también exige corregir, en el sector privado, los evidentes excesos que se han generaliza­do desde que, tras la caída del comunismo, desapareci­ó el contrapeso compensado­r que limitaba los abusos. Digámoslo en catalán: “S’ha fet massa grossa”. Estamos a tiempo de enmendarlo haciendo política.

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