La Vanguardia (1ª edición)

Días azules y claros

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Pedro Madueño

En el año 1985 La Vanguardia me envió a Púbol para ver si podía fotografia­r a Salvador Dalí. Hacía tres años que no se conseguía una imagen del genial pintor. Y, como era previsible, Dalí se negó a dejarse fotografia­r. Pero al día siguiente, quise intentarlo de nuevo. Volví a Púbol y fue entonces cuando conocí a un hombre de trato amable, cabello largo y porte señorial. Era Antoni Pitxot.

Durante dos años subí tres o cuatro veces por semana a Púbol y luego a Figueres. Tras ese tiempo conseguí, al fin, entrar en la pequeña órbita de Dalí. Y todo gracias a Pitxot. Y casi sin darme cuenta, el trato con el gran amigo del genio ampurdanés me llevó a conocer a una persona tanto o más interesant­e que Dalí.

Con Antoni he compartido y vivido muchos momentos a lo largo de treinta años, de él aprendí muchas cosas, me hablaba de sensibilid­ades, de percepcion­es, de la importanci­a de las pequeñas cosas, de Velázquez, de su padre, de su querido padre, violonchel­ista y discípulo de Pau Casals, y cómo no de Dalí, siempre hablaba de Dalí, era inevitable que al cabo de cinco minutos no te explicase alguna experienci­a con el genial pintor. Creo que no hubo un día desde que lo conoció que no hablase de él. Le tenía auténtica admiración, a veces lo emulaba sin querer en su forma de expresarse. A través de las palabras de Antoni aprendí muchas cosas de Dalí pero creo que la gran verdad se la ha llevado. Antoni, fiel a su amigo, se fue sin desvelar probableme­nte cosas que no le hubiese gustado a Dalí que se supieran.

Antoni ha sabido mantener el legado y encargo que recibió de Dalí basado en su propia ética, la ética necesaria para ahuyentar a los lobos. Miró hacia otro lado cuando le ponían talones en blanco. Antoni no le tenía apego al dinero, sólo a lo necesario para poder pintar, su gran pasión, su vida, su proteína, su evasión, su pequeño pero gran universo.

Pero Antoni tenía otra pasión: la de sentirse acompañado por su mujer, Leo, y sus hijas Carmen y Antonia. Leo lo fue todo en la vida de Pitxot, su discreción, admiración y silencio hacia su persona la hicieron la compañera perfecta para su vida.

Los dos han vivido apegados a Cadaqués, han formado parte del paisaje pétreo de ese sitio tan especial. Cuando Antoni bajaba a Barcelona siempre estaba el menor tiempo posible, le aturdía la ciudad, era un hombre de paseos cortos por la tierra, de mirada al suelo para encontrar su universo de piedras pero también de mirada al horizonte. Antoni me decía “...cuando eres pe- queño todos los días son azules y claros y cuando te haces mayor vuelves a buscar en el horizonte esos días azules y claros.”

Por su casa ha pasado gente como Lorca, Buñuel, Dalí, Picasso o Éluard, siempre rodeado de gente intelectua­l, con una memoria prodigiosa me citaba siempre cosas de todos ellos.

Cuando Dalí estaba en Port Lligat pintando, Pitxot iba a verlo casi cada tarde. Un día el genial pintor ampurdanés se giró con el tiento en la mano izquierda y el pincel en la otra y le dijo: “Antoni no te cansas de venir a verme pintar”. Pitxot le respondió: “Maestro yo por verle pintar pagaría”; y Dalí con gesto soberbio le espetó: “... y yo por ver pintar a Velázquez una hora me arruinaría”.

Antoni, hoy, como a Velázquez o Dalí, tampoco te podremos tener entre nosotros ni tan siquiera una hora.

Su pequeño pero gigantesco universo estaba concentrad­o en una pequeña “punta” al sur de Cadaqués. Ese era su mundo: el mar, las piedras, la tramontana… “Aquí está todo, Pedro, no necesito nada más”.

Solía decir que la gente viajaba lejos y muchas veces no encontraba nada, cuando a nuestro alrededor, en las pequeñas cosas a veces diminutas, había todo un mundo.

Pitxot era un señor amante de la tertulia perspicaz, del corto paseo, de un rayo de sol, de una brisa de mar, del roce de los animales, del calor del fuego, del silencio del paisaje, de la contemplac­ión. Descubría su sentido en la vida y su valor estético. “Nada es gratuito. En la vida todo está por algo. Dejemos que las cosas fluyan por sí solas. Incluso los pequeños contratiem­pos o accidentes hay que respetarlo­s, forman parte de un todo.”

Cuando Pitxot concluía un cuadro lo anotaba en una columna de su estudio. En la base de la columna había un enchufe y siempre me decía que cuando llegase allí dejaría de pintar. Aún faltaba un poco, pero él seguía anotando sus cuadros. Aunque, eso sí, lo hacía con letra cada vez más pequeña, como si tratara de que ese momento tardase en llegar. “A la que no sabes si mirar hacia delante o hacia atrás, estás muerto, siempre hay que mirar hacia delante”, me dijo en una ocasión.

Un día, ya en el hospital, le pregunté qué le gustaría hacer ahora. “Contemplar la nada, escuchar el silencio, ¡qué gran placer! De la contemplac­ión nos alimentamo­s los pintores. Cuando eres pequeño todos los días son azules y claros y cuando eres mayor vuelves a buscar en el horizonte esos días azules y claros”.

Ojalá encuentres esos días, amigo Pitxot.

Antoni no tenía apego al dinero, sólo a lo necesario para poder pintar, su gran pasión, su vida

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