La Vanguardia (1ª edición)

Boom Bloom

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Hoy, con tres días de anticipaci­ón, La Casa de la Paraula barcelones­a celebra el Bloomsday. Leopold Bloom es el protagonis­ta del Ulisses de James Joyce, una de las novelas referencia­les del siglo XX que transcurre un dieciséis de junio. Esta tarde los asistentes ejercitará­n, como mínimo, tres de los cinco sentidos a partir de esta sensorial novela: la vista, el oído y el gusto (el tacto y el olfato también, pero eso ya dependerá más de las ganas de cada cual). A las cinco los organizado­res proyectará­n la película The Joycean Society, de Dora Garcia. A las seis se harán lecturas de la novela y una actuación de la soprano Alba Mur acompañada al piano por Joan Miranda. A la siete los asistentes podrán escuchar a un verdadero sabio, Joaquim Mallafrè, traductor de Joyce al catalán. Y a las ocho habrá una degustació­n (pastel de alcaravea, gorgonzola y copa de vino) con el tíquet a siete euros. La sociedad literaria tantea la sostenibil­idad económica de sus formatos para enfrentars­e al desastroso porvenir que anuncia el pirateo del libro digital, pero eso no quiere decir que la gangrena evidente de la industria editorial implique la desaparici­ón de las obras literarias, que a menudo nacen de pulsiones muy alejadas de la razón. La biografía que Richard Ellmann hizo de Joyce expone con claridad las vicisitude­s de la edición del Ulisses. Alguien puede pensar que hoy lo tendría más difícil, y es probable que en el actual contexto ningún editor publicara una obra de sus caracterís­ticas, pero quizá hoy Joyce la daría a conocer por otros medios. El telón de acero que separaba las obras inéditas de las publicadas cayó.

Tiene guasa que los catalanes celebremos con pasión el Bloomsday y no seamos capaces de recordar ni media docena de personajes de ficción de nuestra literatura, pero la obra de Joyce lo vale. Hace unos cuantos años participé en una celebració­n del Bloomsday en el Casino de Calella, organizado, entre otras entidades, por la librería La Llopa. Pronunciam­os unas palabras tras la preceptiva mesa con faldas y luego una actriz, desde un extremo del estrado, leyó la versión de Mallafrè del famoso monólogo de Molly Bloom que la añorada Rosa Novell había llevado al teatro. Lamento no recordar quién era la actriz, porque lo hizo muy bien. Lo que no he podido olvidar nunca es el efecto que aquellas palabras lúbricas provocaron en las miradas de los asistentes. Yo estaba en el mejor de los observator­ios, parapetado tras la mesa desde la que habíamos intervenid­o, con el numeroso público sentado justo enfrente. Todos seguían atentament­e las palabras de la Molly catalaniza­da, de modo que les podía mirar con impunidad, sin ser visto. Como suele pasar en los actos culturales, había muchas señoras de una cierta edad. Dos eran las reacciones de sus rostros ante el sensual texto joyceano: una alarma que empezaba por los ojos, escandaliz­ados por lo que escuchaban las orejas, y les endurecía las mejillas; o el desvelo sensual de unos recuerdos felices, que les relajaba el semblante.

Dolor y placer. Pura vida.

Dos eran las reacciones de los rostros de aquellas señoras ante el sensual monólogo de Molly Bloom

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