La Vanguardia (1ª edición)

NIÑOS BUENOS, ADULTOS MALOS

- JOAQUÍN LUNA

Al fin, siglos después, ha llegado mi hora: odio a los niños prodigio, sobre todo si son españoles. Y juraría que muchos de ellos tampoco se gustan ni están cómodos con el pasado, un pasado que algún español avinagrado siempre estará dispuesto a recordar (“qué mono era usted, señor Joselito, y en cambio ahora...) o confundir (“anda, creía que era la Bea de Verano Azul, bueno Farmacia de guardia también me gustaba mucho”).

¡Qué resentimie­nto el mío! ¡Qué tirria! El paisaje audiovisua­l estaba salpicado de niños y niñas prodigio, unos renacuajos que de golpe y porrazo se arrancaban a cantar en las películas con cara de artistas de la MGM. A Joselito le llamaban el pequeño ruiseñor, Marisol era pizpireta pero estoy seguro de que si le hubiera dicho algo a los 15 años es de las que me habrían dicho: “Salgo con un chico de 18, niñato”. Luego estaba Pablito Calvo, el de Marcelino pan y vino, tan bueno, tan misericord­ioso... Y cuando me dio por el ajedrez, allí estaba el ejemplo de Arturo Pomar, capaz de ganar simultánea­s a los 14 años. ¡Si Arturito hubiera nacido en la estepa de la URSS y no en la isla de Mallorca!

Suena a resentimie­nto pero les juro que de chaval –y de mayor– compadecía a los niños prodigio, no les envidiaba: a mí, me llamaban Joaquinito y ya estaba liada.

Aún recuerdo la excitante venganza, suya y mía: Pepa Flores, la universal Marisol, entregando su cuerpo a un inglés macarrilla –Murray Head, famoso por una buena canción, Say it ain’t so Joe– en El poder del deseo. De niña buena a mujer mala.

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