NIÑOS BUENOS, ADULTOS MALOS
Al fin, siglos después, ha llegado mi hora: odio a los niños prodigio, sobre todo si son españoles. Y juraría que muchos de ellos tampoco se gustan ni están cómodos con el pasado, un pasado que algún español avinagrado siempre estará dispuesto a recordar (“qué mono era usted, señor Joselito, y en cambio ahora...) o confundir (“anda, creía que era la Bea de Verano Azul, bueno Farmacia de guardia también me gustaba mucho”).
¡Qué resentimiento el mío! ¡Qué tirria! El paisaje audiovisual estaba salpicado de niños y niñas prodigio, unos renacuajos que de golpe y porrazo se arrancaban a cantar en las películas con cara de artistas de la MGM. A Joselito le llamaban el pequeño ruiseñor, Marisol era pizpireta pero estoy seguro de que si le hubiera dicho algo a los 15 años es de las que me habrían dicho: “Salgo con un chico de 18, niñato”. Luego estaba Pablito Calvo, el de Marcelino pan y vino, tan bueno, tan misericordioso... Y cuando me dio por el ajedrez, allí estaba el ejemplo de Arturo Pomar, capaz de ganar simultáneas a los 14 años. ¡Si Arturito hubiera nacido en la estepa de la URSS y no en la isla de Mallorca!
Suena a resentimiento pero les juro que de chaval –y de mayor– compadecía a los niños prodigio, no les envidiaba: a mí, me llamaban Joaquinito y ya estaba liada.
Aún recuerdo la excitante venganza, suya y mía: Pepa Flores, la universal Marisol, entregando su cuerpo a un inglés macarrilla –Murray Head, famoso por una buena canción, Say it ain’t so Joe– en El poder del deseo. De niña buena a mujer mala.