La Vanguardia (1ª edición)

A pie o en bicicleta por Fire Island

A LA ESPERA DEL FERRY UN MUNDO SIN COCHES

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Una y otra vez, la misma pregunta. Gente que reside en Brooklyn o en Manhattan, en el Lower East Side o en Riverdale –zona pija del Bronx, que también las hay–, conocidos o saludados que jamás se han visto, que se dedican a hacer cosas diferentes, incluso totalmente opuestas, todos convergen en idéntica cuestión, en especial de cara al asueto veraniego y la temporada de baño: –¿Has ido a Fire Island? Entre esos interrogan­tes, que le surgen aquí y allá de forma inesperada, el neoyorquin­o sobrevenid­o detecta un punto de sofisticac­ión.

No le hablan de los Hamptons en general, ese territorio de la costa atlántica donde los milmillona­rios o la gente de La ruta arranca en Penn Station, en el corazón de Manhattan. La línea ferroviari­a de Long Island –LIRR– ofrece un paquete de tren a Bay Shore, más taxi (un pequeño autobús) y el trayecto en ferry.

Este bote concluye en Ocean Beach, pero existen otros puntos de llegada. En invierno quedan pocos residentes. En la temporada estival pueden superar los 3.000.

A pesar de que el destino es famoso como punto de reunión de homosexual­es, en especial el municipio de Pines, entre la gente que espera para embarcar se cuentan numerosas parejas mixtas y no pocas familias , en especial de treintañer­os con niños pequeños.

El día está soleado, tal vez Nada más pisar Fire Island se entienden unas cuantas cosas, incluida ese eufemismo cosmopolit­a del calimocho.

Los precios al alza son tan singulares como el lugar.

Junto al embarcader­o hay una especie de aparcamien­to de carretones. Ahí los dejan los residentes. Los utilizan para el transporte de mercancías, que se hace a lo pedestre. Porque si algo caracteriz­a a este lugar eso es la ausencia de coches: están prohibidos de primavera a otoño y luego sólo se permiten a los vecinos. Sus calles estrechas, algunas de cemento y otras de madera, con tramos en los que no hay más que arena.

Este es un mundo de paseantes o de ciclistas, con los establecim­ientos de alquiler casi a pie de dársena. Aclaración: se puede acceder con posibles mantienen sus grandes mansiones –en Montauk, por ejemplo–, con helipuerto­s, playas privadas y fiestas de la alta sociedad, mientras que los que viven de las apariencia­s o de los sueños acuden de visita o de invitados a lo imposible, a lo inalcanzab­le.

Cansado de responder, “pues no, no he ido nunca”, llega ese momento en que se ha de dar el paso. Esta trilogía se va de excursión.

Hasta ahora, esta isla integrada en el concepto Hamptons, sólo formaba parte de la visión periodísti­ca. Fue uno de los puntos del estado de Nueva York más a la intemperie y castigado por el huracán Sandy, en octubre del 2012.

Hay un mito que se asocia a este lugar; “Fire Island es a los gais lo que Israel a los judíos”. un punto pasado de viento.

En una primera inspección, los carteles que cuelgan en la sala de espera ya apuntan la idiosincra­sia de esa tierra todavía ignota.

“Cada pasajero adulto llevará un máximo de dos piezas de equipaje, un carrito y una pequeña nevera portátil”. Si se quiere cargar un carretón, se han de abonar cinco dólares. En la puerta principal cuelga otra señal, en letras más grandes: “No bicicletas, no pregunten, el tamaño no importa”.

El neoyorquin­o sobrevenid­o se acerca a un par de jóvenes. –¿Cómo es Fire Island? –No hemos ido nunca. Pegan un trago a un tetrabrik de zumo de naranja. Y ahora lo rellenan de vodka. vehículo a motor gracias que un puente conecta con tierra firme. Pero nada más cruzarlo, se debe abandonar el coche en el parking y echar a caminar o a pedalear. Suenan los timbres.

Esto es el Atlántico. Las playas de arena blanca son extensas, de dunas, con agua oscura, lejos del turquesa del Caribe. Se percibe una fiebre normativa: no es que no haya chiringuit­os, sino que se prohíbe comer, beber... El viento hace que sea una jornada ideal para las cometas e inhóspita para el baño. O para tomar el sol. La gente viste chaqueta.

Un niño vende limonada casera a 50 céntimos el vaso. “Es un sitio diferente”, dice el padre. “Tienes la sensación de estar muy lejos, pero Manhattan queda a sólo una hora”.

Sobrevivió al Sandy, tal vez muera de éxito.

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