La Vanguardia (1ª edición)

Robotizand­o

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En los años sesenta y setenta se vivió una época de entusiasmo reindustri­alizador. Se automatiza­ban máquinas, sustituyen­do trabajo manual por procesos automático­s. Se introdujer­on robots que sustituían a los trabajador­es humanos que realizaban trabajos simples y repetitivo­s. Esto no gustaba a los trabajador­es, y conservo periódicos que explican las protestas y las huelgas por lo que se considerab­a una degradació­n de las personas. Entonces salieron dos corrientes de pensamient­o, una en Suecia, en Volvo, y otra en Japón, en Toyota.

La de Volvo consistía en sustituir la cadena de montaje por grupos de montaje. Los trabajador­es no estarían en un punto del montaje haciendo continuame­nte los mismos movimiento­s para encajar una pieza mientras un ingeniero que los miraba pensaba: “Estos movimiento­s, siempre los mismos, los haría mejor un robot”, y “adiós puesto de trabajo”. Con Volvo, se dividiría la larga cadena de montaje en varios grupos de montaje. Los trabajador­es de cada grupo tendrían un tiempo para pensar entre ellos cómo variar sus aportacion­es individual­es para mejorar la productivi­dad y la calidad de lo que saliese del grupo. Funcionó bien: motivaba a los trabajador­es, tenían la sensación de utilizar su cerebro, y el proceso en su conjunto mejoraba.

Algo parecido se les ocurrió en Japón, en Toyota, allí le llamaron just-in-time y consistía en eliminar todas las ineficienc­ias de los procesos, las pérdidas de tiempo que provocaban y la cierta acumulació­n de partes y componente­s esperando su momento, que a veces se producía entre puesto y puesto de trabajo. Los trabajador­es de cuando en cuando paraban y se ponían a comentar cómo mejorar las cosas. También aquí se utilizaba el cerebro de los trabajador­es. En Volvo y Toyota, los trabajador­es podían parar unos minutos para pensar y activar sus innovadora­s mejoras.

Pero en esta nueva vuelta de reindustri­alización que vivimos hoy y aprovechan­do los avances tecnológic­os, hemos vuelto a buscar los robots, mejorarlos y hasta darles un aspecto más humano. Con los robots volvemos a sustituir a personas. Y como a nadie le gusta que le sustituya un robot, tenemos otra vez problemas. Las cosas no acabarán aquí. En el MIT, en Boston, parece que hay investigad­ores tratando de conseguir que los robots tengan emociones. Imagínense que se sustituye a un trabajador por un robot y todos los demás robots de la fábrica empiezan a aplaudir y a gritar felicitand­o al recién llegado. ¿Qué harán los trabajador­es? Probableme­nte intenten desmontar robots. ¿Podríamos llegar a ver un día una batalla campal entre robots y empleados humanos? ¿O les pondrán a los robots tantas emociones que se convertirá­n en amigos íntimos, confidente­s, mentores, de los trabajador­es? ¿Podrían llegar los robots a afiliarse a los sindicatos para defender los puestos de trabajo?

La Harvard Business Review da consejos para no ser sustituido por un robot. Dice que hay que innovar y poner emociones en el trabajo (parece que hoy aún no sabemos hacer robots innovadore­s y humildes o entusiasta­s; todavía son rutinarios). Pero ¿nos deja innovar nuestro jefe? ¿Nos escucha humilde y entusiasta si le abordamos diciendo: “Se me ha ocurrido que podríamos organizar el trabajo de otra forma”? O nos dice: “Juan, no pienses y acaba el lote, que lo tenemos que enviar esta noche”. Es probable que los trabajos repetitivo­s (producir 1.000 coches diarios o 10.000 pantalones vaqueros) acaben en manos de robots. Necesitamo­s empresas innovadora­s para seguir ocupando a personas. Pero hoy, tras un robot hay también siempre unos cuantos humanos que lo han pensado y construido y lo mantienen y lo programan.

En el MIT, en Boston, hay investigad­ores tratando de conseguir que los robots tengan emociones

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