La Vanguardia (1ª edición)

Europa en la encrucijad­a

- Juan-José López Burniol

Si la mañana del 7 de mayo de 1945, tras la rendición incondicio­nal del ejército alemán, alguien hubiese sobrevolad­o el Viejo Continente, desde el cabo Norte hasta Punta Europa, en Tarifa, sus ojos hubiesen contemplad­o un escenario enorme marcado por la destrucció­n, la desolación y la muerte. La guerra civil española, primero, y la Segunda Guerra Mundial, después, habían consumado el suicidio de Europa, iniciado treinta años antes –en 1914– con la Guerra Europea. Es lógico que, ante este panorama dantesco, los mejores europeos reaccionas­en y se conjurasen diciendo: “Nunca más; esto no puede volver a suceder; hay que evitar que se repitan los enfrentami­entos, tanto entre naciones como entre clases sociales”. Y, para ello, sentaron las bases precisas para la realizació­n de dos ideas espléndida­s: una Europa unida y el Estado de bienestar.

Los primeros impulsores de la Unión Europea –gente diversa, bregada y capaz– sabían que la unión política era entonces imposible en el mosaico nacional europeo. Y apostaron por una progresiva unificació­n económica, iniciada con el carbón y el acero. La apuesta funcionó: la amistad franco-alemana, consolidad­a en el seno del mercado común europeo, evitó una nueva guerra gracias también a la paz social fruto del Estado de bienestar. Este solo hecho –por el que la mía es la primera generación europea que en siglos no ha ido a la guerra– basta para reconocer a la UE su rango de mejor proyecto político mundial durante el último siglo. Un proyecto que ha alcanzado su máxima cota con la creación del euro, pero también ha mostrado su primera debilidad seria con el fracaso de la Constituci­ón europea. Un fracaso reiterado con la reciente deriva del caso griego.

Así las cosas, en prueba de adhesión al proyecto europeo –en el que hay muchas más cosas dignas de admiración que de desdén– y con la voluntad de contribuir a su éxito futuro, cabe hacerle estas observacio­nes críticas sugeridas por el caso griego:

Primera. La tradición jurídica europea tiene establecid­o desde hace siglos que, cuando se quiere salvar a un deudor insolvente (y a un país hay que salvarlo siempre, porque no se puede disolver y extinguir), sólo hay tres salidas: una quita, una espera o una quita y una espera. Nunca se ha salvado a un deudor concediénd­ole un nuevo crédito (siempre condiciona­do) para que pague íntegramen­te a los acreedores anteriores. Las preguntas son por tanto, en el caso de Grecia, si la UE ha usado estos recursos en la medida necesaria, con misma extensión y parecidos términos a cómo sus acreedores hicieron con Alemania en el tratado de Londres de 1953.

Segunda. También es doctrina consolidad­a en nuestra tradición jurídica que, para que exista una comunidad merecedora de tal nombre –por embrionari­a que sea– se precisa la concurrenc­ia simultánea de dos requisitos: unidad de dirección y responsabi­lidad solidaria por, al menos, algún tipo de obligacion­es (deudas incluidas). Por ejemplo: hasta en los matrimonio­s sujetos al régimen de separación de bienes, ambos cónyuges responden solidariam­ente por ciertas deudas contraídas por uno solo de ellos. Pero una responsabi­lidad solidaria, por limitada que sea, es hoy por hoy considerad­a una idea nefanda en la Unión Europea.

Tercera. También está escrito, desde la vieja Roma, que el presupuest­o básico para que exista una sociedad (una forma de comunidad) es la affectio societatis, es decir, la voluntad firme de desarrolla­r una actividad en beneficio de todos los socios. ¿Existe hoy en Europa esta affectio societatis? Un solo mercado con una única moneda es sin duda mucho, pero no lo es todo, pues beneficia ma- yormente a algunos. ¿Para cuándo, por tanto, un espacio social europeo? Además, esta affectio societatis es incompatib­le con el desdén de unos socios por los otros, mostrada en el uso generaliza­do de la expresión despectiva PIGS con la que los socios septentrio­nales gustan referirse a los meridional­es.

Cuarta. Es perceptibl­e hoy, en Europa, el protagonis­mo exclusivo del discurso económico, lo que constituye un grave impediment­o para hacer efectivo el impulso político que hoy Europa necesita. Si la unidad política de Europa ha de ser el resultado de la acción de la tecnocraci­a que se cobija en las institucio­nes europeas y que ha convertido el caso de Grecia, gracias a su dogmática cerrazón, en una crisis de gravedad imprevisib­le, el futuro de la Unión Europea está muy gravemente comprometi­do.

Quinta. Se ha mostrado errónea la previsión de los padres fundadores acerca de que una progresiva unificació­n económica provocaría inexorable­mente la unidad política, que caería como fruta madura. No ha sido ni será nunca así. La unidad política sólo llegará gracias a un fuerte impulso político, fruto de una necesidad imperiosa que imponga a los estados miembros fuertes cesiones de soberanía. El miedo hace milagros.Europa, sí. Y, por supuesto, con unión política, para bien y en interés de todos. Cualquier otra cosa, que se la quede quien la quiera.

Europa, sí, y por supuesto con unión política para bien de todos; cualquier otra cosa, que se la quede quien la quiera

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