Europa en la encrucijada
Si la mañana del 7 de mayo de 1945, tras la rendición incondicional del ejército alemán, alguien hubiese sobrevolado el Viejo Continente, desde el cabo Norte hasta Punta Europa, en Tarifa, sus ojos hubiesen contemplado un escenario enorme marcado por la destrucción, la desolación y la muerte. La guerra civil española, primero, y la Segunda Guerra Mundial, después, habían consumado el suicidio de Europa, iniciado treinta años antes –en 1914– con la Guerra Europea. Es lógico que, ante este panorama dantesco, los mejores europeos reaccionasen y se conjurasen diciendo: “Nunca más; esto no puede volver a suceder; hay que evitar que se repitan los enfrentamientos, tanto entre naciones como entre clases sociales”. Y, para ello, sentaron las bases precisas para la realización de dos ideas espléndidas: una Europa unida y el Estado de bienestar.
Los primeros impulsores de la Unión Europea –gente diversa, bregada y capaz– sabían que la unión política era entonces imposible en el mosaico nacional europeo. Y apostaron por una progresiva unificación económica, iniciada con el carbón y el acero. La apuesta funcionó: la amistad franco-alemana, consolidada en el seno del mercado común europeo, evitó una nueva guerra gracias también a la paz social fruto del Estado de bienestar. Este solo hecho –por el que la mía es la primera generación europea que en siglos no ha ido a la guerra– basta para reconocer a la UE su rango de mejor proyecto político mundial durante el último siglo. Un proyecto que ha alcanzado su máxima cota con la creación del euro, pero también ha mostrado su primera debilidad seria con el fracaso de la Constitución europea. Un fracaso reiterado con la reciente deriva del caso griego.
Así las cosas, en prueba de adhesión al proyecto europeo –en el que hay muchas más cosas dignas de admiración que de desdén– y con la voluntad de contribuir a su éxito futuro, cabe hacerle estas observaciones críticas sugeridas por el caso griego:
Primera. La tradición jurídica europea tiene establecido desde hace siglos que, cuando se quiere salvar a un deudor insolvente (y a un país hay que salvarlo siempre, porque no se puede disolver y extinguir), sólo hay tres salidas: una quita, una espera o una quita y una espera. Nunca se ha salvado a un deudor concediéndole un nuevo crédito (siempre condicionado) para que pague íntegramente a los acreedores anteriores. Las preguntas son por tanto, en el caso de Grecia, si la UE ha usado estos recursos en la medida necesaria, con misma extensión y parecidos términos a cómo sus acreedores hicieron con Alemania en el tratado de Londres de 1953.
Segunda. También es doctrina consolidada en nuestra tradición jurídica que, para que exista una comunidad merecedora de tal nombre –por embrionaria que sea– se precisa la concurrencia simultánea de dos requisitos: unidad de dirección y responsabilidad solidaria por, al menos, algún tipo de obligaciones (deudas incluidas). Por ejemplo: hasta en los matrimonios sujetos al régimen de separación de bienes, ambos cónyuges responden solidariamente por ciertas deudas contraídas por uno solo de ellos. Pero una responsabilidad solidaria, por limitada que sea, es hoy por hoy considerada una idea nefanda en la Unión Europea.
Tercera. También está escrito, desde la vieja Roma, que el presupuesto básico para que exista una sociedad (una forma de comunidad) es la affectio societatis, es decir, la voluntad firme de desarrollar una actividad en beneficio de todos los socios. ¿Existe hoy en Europa esta affectio societatis? Un solo mercado con una única moneda es sin duda mucho, pero no lo es todo, pues beneficia ma- yormente a algunos. ¿Para cuándo, por tanto, un espacio social europeo? Además, esta affectio societatis es incompatible con el desdén de unos socios por los otros, mostrada en el uso generalizado de la expresión despectiva PIGS con la que los socios septentrionales gustan referirse a los meridionales.
Cuarta. Es perceptible hoy, en Europa, el protagonismo exclusivo del discurso económico, lo que constituye un grave impedimento para hacer efectivo el impulso político que hoy Europa necesita. Si la unidad política de Europa ha de ser el resultado de la acción de la tecnocracia que se cobija en las instituciones europeas y que ha convertido el caso de Grecia, gracias a su dogmática cerrazón, en una crisis de gravedad imprevisible, el futuro de la Unión Europea está muy gravemente comprometido.
Quinta. Se ha mostrado errónea la previsión de los padres fundadores acerca de que una progresiva unificación económica provocaría inexorablemente la unidad política, que caería como fruta madura. No ha sido ni será nunca así. La unidad política sólo llegará gracias a un fuerte impulso político, fruto de una necesidad imperiosa que imponga a los estados miembros fuertes cesiones de soberanía. El miedo hace milagros.Europa, sí. Y, por supuesto, con unión política, para bien y en interés de todos. Cualquier otra cosa, que se la quede quien la quiera.
Europa, sí, y por supuesto con unión política para bien de todos; cualquier otra cosa, que se la quede quien la quiera