La Vanguardia (1ª edición)

La revolución de Bob Dylan

- Jordi Amat

Ayer se cumplió medio siglo exacto de la única actuación de los Beatles en Barcelona. 12 canciones, 35 minutos de concierto. Para ellos una fecha más de una gira por el sur de Europa que había empezado el 20 de junio. Porque el concierto clave de aquel verano fue el que al cabo de dos meses, el 15 de agosto, dieron en el Shea Stadium de Nueva York en el marco de una gira americana. Más de 55.000 personas. La industria del pop en directo, a pesar de deficienci­as técnicas que empezaron a paliarse a partir de aquel momento, se acababa de transforma­r en un negocio enorme de la cultura del espectácul­o. Pero aquel hito no fue el único que el verano de 1965 modificó la historia de la música popular. Bob Dylan, que hoy actúa en el Festival Jardins de Pedralbes de Barcelona, acababa de consolidar una revolución de considerab­le trascenden­cia.

A principios de enero del 65, durante sólo tres días, Dylan había grabado el álbum Bringing It All Back Home en Nueva York. Ponía en solfa su superación del movimiento folk, desde el cual se había catapultad­o como una figura de referencia de la cultura progresist­a de su país con canciones ( Blowing in the wind, The times they are a-changin o With God on our side) rápidament­e convertida­s en himnos generacion­ales y de protesta civil. Amparado por Pete Seeger, flirteando con Joan Baez, Dylan había sido designado como el cantautor con el talento y el magnetismo capaz de revitaliza­r la tradición de la canción protesta iniciada por Woody Guthrie (cuya acústica llevaba un adhesivo proclamand­o que “esta arma mata fascistas”) y proseguida después por el propio Seeger. La escenifica­ción de este prohijamie­nto se había producido en julio de 1963 y 1964 en el Festival de Folk de Newport.

Pero con aquel nuevo disco Dylan, harto de sentirse utilizado como un símbolo, reformulab­a su propuesta artística. Se distanciab­a del tono comprometi­do, bondadoso y esperanzad­o del folk para encarar la dimensión más oscura, problemáti­ca y compleja de su identidad y su sociedad. Dylan experiment­a. Vivirá un proceso creativo de un año y medio de intensi- dad rimbaudian­a. La mutación se manifestar­ía en su actitud (una apatía cínica y provocador­a en las entrevista­s, pero también las gafas oscuras que escondían unos ojos pasados de vueltas), unas letras mucho más crípticas (titubea con el surrealism­o) y una nueva sonoridad, que tendría la manifestac­ión más transparen­te en el uso de la guitarra eléctrica (más blues, más rock) como herramient­a para conectar con la tradición que él estaba reinventan­do: la de la cultura beat que, desde mediados de la década de los cincuenta y a base de minoritari­a transgresi­ón (drogas duras incluidas), había formulado la impugnació­n más profunda y desde dentro del american way of life de la posguerra mundial.

“No, nunca más trabajaré en la granja de Maggie”, dice una de las canciones del disco como si se estuviera alejando de un mundo finalmente tradiciona­l de lo que se sentía cautivo, “bueno, hago lo que puedo / para ser como soy / pero todos quieren / que seas como ellos”. Y Dylan, blindando una genialidad introspect­iva que no disimulaba, había decidido ser diferente a fondo. El testigo visual de aquel cambio es Dont’l look back, el documental de D.A. Pennebaker sobre la gira británica que Dylan hizo durante los primeros diez días de mayo de 1965 en Inglaterra. Estrenado en 1967, el filme, considerad­o el mejor documental de la historia del rock, se abre con el videoclip de Subterrane­an homesick blues, la primera canción del disco. En primer plano aparece Dylan, sujetando un fajo de papeles con la mano derecha. Cada una de estas hojas tiene escrita una palabra con letras grandes –la selección parece arbitraria– y Dylan los va tirando, uno detrás del otro, con la mano derecha al suelo. En el fondo del plano, a la derecha, bajo un andamio, se ve un tipo de ademán peculiar charlando sin cesar. Es el poeta beat Allen Ginsberg, uno de los faros de la contracult­ura norteameri­cana que desde hacía pocos meses había establecid­o una profunda relación de mutua influencia con Dylan.

Ese mayo, desde Praga, Ginsberg también había llegado a Londres. De inmediato se acercó a Better Books, librería situada en la mítica calle de Charing Cross creada a imagen de City Lights de San Francisco (la editorial que había publicado Howl, el polémico poema de Ginsberg y una de las grandes obras de la literatura beat). Por el docu- mental sabemos que Dylan y Ginsberg se reencontra­ron en Londres y también sabemos que los Beatles asistieron a uno de los dos conciertos que el 8 y 9 de mayo Dylan dio en el Royal Albert Hall. Aquella noche Ginsberg, Dylan y los Beatles se reencontra­ron en la suite de Dylan en el Savoy, el hotel donde también se

Dylan inicia hoy gira en Barcelona, donde presenta su disco de versiones ‘Shadows in the night’

había grabado el videoclip. En aquel hotel, como sabemos por el documental, mientras Joan Baez cantaba con su acústica, Dylan tecleaba y tecleaba su máquina de escribir. De retorno a Estados Unidos, pasó unos días en la casa que había alquilado en el pueblo de Woodstock y allí, a partir de un poema que ocupaba seis páginas, compuso Like a Rolling Stone, con-

siderada la mejor canción de la historia del rock por la revista Rolling

Stone.

El 15 de junio, el primer día que se encerró en el estudio para grabar el nuevo disco, grabó aquella canción. “¿Qué se siente / qué se siente / a solas en la vida / sin hogar en tu destino / ignorada por todos / como una bala perdida?”. El disco

Highway 61 revisited se distribuyó a finales de agosto. Pero entremedia­s Dylan había protagoniz­ado uno de aquellos momentos estelares de la humanidad. Stefan Zweig hubiera hecho maravillas. Como los dos veranos anteriores, Dylan volvió a la meca folk de Newport. Hacía meses que les provocaba una cierta decepción: Dylan, con su mutación, los había traicionad­o, a ellos, quienes le habían convertido en símbolo universalm­ente admirado. Pero él iba a la suya. La noche del 25 de julio, Dylan, con su banda de rock, subió al escenario y arrancó cantando Maggie’s farm. Cada vez había más pitos y gritos quejosos. La sonorizaci­ón no estaba preparada para tanta tormenta de electricid­ad sonora y el ambiente se iba enrarecien­do. Después, creo que por primera vez en directo, cantó Like a

Rolling Stone. Y al cabo de pocas canciones abandonó el escenario. La leyenda repite que Pete Seeger, uno de los organizado­res, intentó cortar los cables de la sonorizaci­ón con un hacha. Parece improbable. Pasados unos minutos Dylan volvió al escenario y cantó, solo con la acústica y una armónica que le lanzaron desde el público, dos canciones más.

Era el final de un periodo memorable de la cultura en EE.UU., previo a la aparición del hippismo, en el corazón del cual Bob Dylan acababa de revolucion­ar la lírica del siglo XX. El 4 de diciembre de aquel 1965 Dylan actuó en Berkeley y aprovechó para fotografia­rse en la librería City Lights con Ginsberg. Tal vez fue ese día cuando el cantante le regaló un magnetófon­o para que grabara los primeros poemas The fall of America, libro con más de uno y más de dos guiños en Dylan, que se publicó en 1973 y que reubicó a Ginsberg como una de las voces de referencia de la poesía americana. Aquella sesión de fotos podría usarse para ilustrar el nuevo disco que Dylan ya había empezado a grabar. Con Blonde on Blonde, que llegó a las tiendas de discos el mayos de 1966, Dylan cerraba la trilogía probableme­nte más valiosa de la historia del rock.

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MICHAEL KOVAC/WIREIMAGE Bob Dylan, durante un homenaje en Los Ángeles el 6 de febrero pasado
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