Las banderas del Barça
Hay dos maneras de reaccionar ante la amenaza de sanción al Barça por las banderas de Berlín. Una es apelar, protestar y poner el grito en el cielo por una denuncia chapucera de origen más que sospechoso. Otra es pagar la multa –calderilla– con la cabeza bien alta y dejar claro que ni la UEFA ni el papa de Roma ni ninguna ley mordaza cambiarán la manera de ser del Barça. El Barça es más que un club justamente por ser una caja de resonancia del sentimiento catalanista, más todavía cuando la coyuntura política lo reprime, como pasó con las dictaduras de Primo de Rivera y Franco. En 1925, al Barça le cayó una suspensión de seis meses –después reducidos a tres– y al presidente Joan Gamper se le expulsó de España por la pitada monumental que el público de Les Corts había dedicado al himno español. Que estos conflictos se repitan en democracia al cabo de 90 años revela que el malestar de fondo –la desafección– está lejos de resolverse.
Las senyeres en el Camp Nou han sido siempre un acto de afirmación colectiva. El grito Visca el Barça! está hoy tan unido a Visca Catalunya! que forma ya un solo eslogan, y el éxito fulgurante de la camiseta cuatribarrada se explica por esta identificación.
¿Qué barcelonista no tiene en su casa una bandera, una bufanda, un póster en que se trenzan los colores azul y grana con el amarillo y rojo de la bandera catalana? El ondear de estelades responde a una profunda inquietud política que, como siempre ha ocurrido, se manifiesta en el Camp Nou. Es una demostración del més que un club que liga la base social y emocional del Barça al momento social y emocional de Catalunya. Es una tradición de libertad expresada con una alegría cívica, los gritos de independencia son hoy un síntoma de rebeldía como hace unas décadas lo fue cantar el Virolai en el Camp Nou. Pero ni el Barcelona es el Parlamento ni sus socios tienen un único perfil ideológico. Se puede ser del Barça y sentirse muy español, por supuesto, aunque es indudable que los colores azul y grana no son gratos a la autoridad competente, sobre todo cuando se rebotan contra el poder central, que es casi siempre. Este espíritu indócil está, como se dice ahora, en el ADN del club.
La política no debería interferir en el deporte, pero sólo se silencia a los discrepantes. El poder constituido tiene en el fútbol una poderosa arma de propaganda que exacerba los nacionalismos. Por ejemplo, recuerdo las banderitas españolas que se repartían en los alrededores del Camp Nou cuando la selección española ganó el oro en los Juegos Olímpicos del 92. Eso es política. Como también lo es denunciar al Barça como el niño que, para desacreditar al compañero que ha sacado las mejores notas de la clase, lo acusa de meterse los dedos en la nariz. En cambio, que yo sepa, nadie ha denunciado a Neymar por haber lucido en Berlín una cinta con la leyenda “100% Jesús”. ¿Se imaginan que el mensaje hubiera sido “100% Mahoma?”.
Todo, al fin y al cabo, no es más que una cuestión de connotaciones y de visceralidades. Como el lenguaje de las banderas, que aquí ya es un asunto muy gastado, casi anecdótico, y allí se lo toman como un nuevo pretexto para castigar. Pues que vayan castigando. ¿Qué van a conseguir?
El éxito fulgurante de la camiseta cuatribarrada se debe a la identificación del club con Catalunya