La Vanguardia (1ª edición)

Summerstag­e y masaje

- JORDI GRAUPERA

Nunca me habían hecho un masaje en un concierto. Profesiona­l, digo. Cuando me siento en la silla, una de ésas con el respaldo en la barriga y un agujero para meter la cara, empieza el concierto de las Oques Grasses, banda que ha tenido el acierto de rebajar tanto las expectativ­as con este nombre que con los primeros compases ya sólo quiero decir sí a todo. Estamos detrás del escenario del Summerstag­e, el festival veraniego del Central Park.

La masajista ha llegado mientras Sílvia Pérez Cruz daba su concierto, ha instalado la silla delante de los camerinos y ha pegado un cartel: un minuto, un dólar. He rebuscado en los bolsillos y he contado 14 dólares. Es una

EL MERCADER

Mientras La Iaia daba su concierto, las Oques –por el amor de Dios, mira qué frases salen con estos nombres– me han presentado al chófer de la furgoneta que les ha puesto la organizaci­ón. Es un hombre de unos treintalar­gos, también negro, corpulento, con ojos pequeños y estirados. Lleva las rastas recogidas dentro de una especie de boina y asegura que se dedica a vender material médico para hospitales, ambulatori­os y particular­es. No me atrevo a pedirle que concrete más porque me han advertido que se enrolla más que yo en las tertulias. También hace de chófer para artistas, entre otros menesteres, y se ofrece a quien le quiera escuchar para pasar marihuana. Pero que si se trata

AGENTE + 1

Guillamino está pinchando y el público, cada vez más numeroso, se tumba en el césped. Ha llovido toda la mañana pero ahora hace sol y se está fresco. A la derecha del escenario hay una plataforma de madera con una barra de gin-tonics de Hendricks con pepino, un carro con bocadillos vegetales y humus, y cinco o seis mesas con sombrillas. Es la zona VIP. Sólo veo a un hombre que me dicen que es el cónsul de España, y al científico Gerard Minuesa platicando con la arquitecta Marta Fenollosa.

Llega una pareja de policías. Redondos como un estereotip­o. Uno de ellos lleva galones de cabo, el otro de policía raso. El uno negro, el otro hispano. Pasean, hablan con éste y con aquél, ríen, se ponen las manos en el cinturón, mujer negra y estirada. Tiene unos dientes torcidos y prominente­s que le darían el aspecto de una piraña si no fuera tan consciente de ello. Las esconde con un gesto envolvente de los labios y con una presencia corporal acomplejad­a, abatida por décadas de exclusión estética. Pero las manos son fuertes y expertas, y cuando empieza a hacer un masaje toda ella se transforma en un ser energético y decidido.

Los primeros 14 minutos del concierto, con el trombón, la trompeta y el saxo de las Oques Grasses, los vivo bombardead­o de serotonina. He aquí una idea para un festival de Barcelunya: conciertos con miles de masajistas. O en el Liceu, sillas con el respaldo en la barriga lugar de las butacas. de hacer un porrito, que ya te regala de la suya.

La emprendedu­ría del chófer es tan acusada e instintiva que mientras lleva a los músicos les ha montado un concierto para aquella misma noche, después del Summerstag­e, en uno de los locales más conocidos del nuevo Harlem de clase media, el Shrine. Hay un momento en que se sienta en el rincón de fumar con los técnicos y tramoyista­s e intenta darles conversaci­ón; no lo consigue. Le da igual. Mientras los cuatro técnicos pasan el rato fumando en silencio, cejas fruncidas, mirada vacía, se diría que llenos resentidos como la vida, él estira las piernas, cruza los dedos sobre el pecho, y sonríe como quien trama algo. respiran hondo, vuelven a reír, discuten algo con palabras breves y más bien escasas, callan con la mirada perdida, soplan nubes y se marchan.

Al cabo de un rato, vuelven con dos mujeres; todo indica que son sus parejas. Son mujeres gordas y alegres, vestidas de colores vivos. Piden un par de gin-tonics y se sientan en una mesa VIP, al lado del cónsul.

Los agentes se quedan de pié, bastante callados, mientras las dos mujeres hablan. De vez en cuando, uno de los dos toma el vaso de su señora, se toma un trago distraído, y vuelve a poner el vaso sobre la mesa. El otro oficial deja pasar unos segundos, y hace lo propio. Cuando se acaba, las señoras se levantan y van a buscar más.

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