HACERSE UN TRUMP
Primer paso: dejarse el pelo, el que quede, lo suficientemente largo como para poder arrastrarlo desde la coronilla hasta la frente. Así tapamos una gran parte de la calva. Segundo paso: la melena sobrante se lleva de un lateral hasta el contrario a modo de flequillo. Tercero: se procederá a arrastrar el pelo trasero de la oreja izquierda a la coronilla (en paralelo a las cejas) y el cabello restante desde las orejas hacia la nuca. Eso es un Trump. O al menos así es como el Daily Mail bautizó hace ya casi una década al inconfundible peinado que este millonario que todo podría comprarlo ha elevado a la categoría de enseña personal. Un estilismo por el que Donald Trump vela personalmente y que, dicen, se basa en la moda imperante en los cincuenta, años dorados también para su pelo en los que no tenía que someterlo a estos duros trucos de ingeniería que mantienen a cubierto su mentira. Lo peor es que el magnate abusa desde entonces (desde los 50) de esas lacas extrafuertes con que las señoras de antes dominaban sus melenas. Eso es lo que ha afeado hasta el horror el color de su tupé de broma, entre amarillo y anaranjado, y ha convertido su peinado en un banco inagotable de chistes y risas. Y él, Donald Trump, se ha convertido en el perfecto cómplice del cachondeo capilar del que es objeto. Para hacerse una idea de lo poco que le importa lo que pueda decirse de su peculiar estética, sólo hay que tirar de vi- deoteca. Si lo hacen descubrirán que en el 2007 participó en un concurso televisivo para ricos y famosos estadounidenses. Allí Donald Trump y Vince McMahon se enfrentaron (metafóricamente puesto que las tortas se las dieron dos luchadores profesionales en su lugar) con una apuesta que tuvo a todo un país en vilo. ¡El perdedor pagaba rapándose el pelo a cero! Como habrán intuido, no fue Donald Trump sino McMahon quien tuvo que pasarse la maquinilla.
Su hija lo describió como “lo opuesto a la corrección política” y él lo confirmó al faltar a los mexicanos Demandó a un escritor por publicar que su fortuna era de sólo 250 millones, cuando tiene 6.000 millones
La portada del Daily News el pasado 17 de junio contaba con una fotografía a toda página. Era una cara, de mofletes pintados de rojo y una abultada nariz colorada.
“Un payaso aspira a ser presidente”, rezaba el titular.
La imagen correspondía a Donald Trump, de 69 años, el inclasificable magnate neoyorquino más allá de la visera de su tupé y de su ego, de una magnitud que supera la suma de la longitud de todos su rascacielos juntos.
The Donald, como se le conoce desde que su primera mujer, Ivona, de origen checo (casados de 1977 a 1992), le llamara de tal guisa, ha financiado a los demócratas (Hillary Clinton) o a los republicanos (Mitt Romney).
¿Cual es la ideología de Donald Trump, en qué cree? La respuesta entre los analistas sería muy fácil: Donald Trump sólo tiene fe en Dios y en Donald Trump, o tal vez sólo en sí mismo.
“Él es el Paris Hilton en el mundo de los negocios: famoso por ser rico y famoso”, sostiene el escritor William Cohan.
“Ha demostrado que es capaz de ir a donde sea para refrescar la percepción del público de que es mil millonario y, más allá de lo que cualquiera pueda pensar, que es el más sabio de los hombres de negocios”, subraya Cohan en un artículo de The Atlantic.
La filosofía expresada en este párrafo se plasmó el 16 de junio. Después de varias convocatorias en que amenazó con aspirar a la carrera presidencial, en esta ocasión, de cara a noviembre del 2016, ha concretado la apuesta.
“Nuestro país necesita un verdadero gran líder”, aseguró esa jornada. Por supuesto que el gran líder es él. Lo proclamó desde el atrio de la Trump Tower, el edificio de la Quinta Avenida que representa el lujo –no confundir con buen gusto– y su poderío.
“Hagamos América grande de nuevo”, reza el lema de su campaña por el Partido Republicano.
Proclamó que sólo “alguien realmente rico”, como él, puede restaurar la supremacía de la economía estadounidense.
El público le aplaudió con entusiasmo. El protagonista se vanaglorió de esa calurosa acogida, ausente en los lanzamientos de otros candidatos. Una afirmación arriesgada. Al rato se descubrió que el fervor era de pago.
La empresa Extra Mile Casting facilitó una audiencia de secundarios, con derecho a grito y a lucir cartel, a 50 dólares la unidad.
Por la boca muere el pez. De los 14 postulantes que han surgido hasta ahora para hacerse con la candidatura conservadora, y todavía se esperan más, Trump tiene garantizado el reconocimiento de ser el más lenguaraz y el más insultante. Sí, insultante.
Desde la plataforma de la cadena NBC y del reallity show El
aprendiz –“estás despedido” es su frase–, ha forjado su imagen en la cultura pop como un extraordinario empresario. Tiene su propia burbuja, con sus esposas Melani (se casaron en el 2005), y sus ex Ivana y Marla Maples (19931999), y sus descendientes, donde Ivanka es la celebrity.
Exhibe sus credenciales de emprendedor y se mofa de los logros de los destacados representantes electos. Su manejo de la escena le da ventaja en los debates. Le pierde el verbo. En aquel acto, su hija Ivanka se encargó del preámbulo: “Mi padre es todo lo opuesto a la corrección política”.
Él, por no dejarla en mal lugar, le dio la razón. Una de sus propuestas consiste en construir “una gran muralla” que separe a Estados Unidos de México. Porque los que llegan de ese país son “traficantes, asesinos o violadores”. Asumió, sin embargo, que “algunos son buenas personas”.
La que se ha armado. El gobierno mexicano le ha declarado persona non grata y ha pedido explicaciones. La cadena Univisión ha roto el pacto que tenía con él para el concurso de Miss USA, lo mismo que ha acabado haciendo la NBC esta semana – “el despectivo pronunciamiento de Donald Trump sobre inmigración finiquita nuestra relación”–, con lo que no habrá Miss Universo ni él volverá a estar en el reallity show.
Aún más. Los almacenes Macy’s han decidido no comercializar más los productos marca Trump, como camisas, corbatas o gemelos, por su expresiones racistas. Su réplica, además de arremeter contra los críticos, ha sido amenazar con pleitos.
Está acostumbrado a acudir a los tribunales. Uno de los casos que mejor lo ilustra es el asunto que tuvo con el periodista Timothy O’Brien, que en el 2005 publicó el libro TrumpNation ( the art of being The Donald).
O’Brien tuvo acceso al protagonista, habló con él. Pero su conclusión le disgustó. El biógrafo se atrevió a escribir que la fortuna de Trump se movía entre los 150 millones y los 250 millones de dólares. Eso le desquició. Acudió al juzgado porque eso era una difamación. Su riqueza se situaba entre 4.000 y 6.000 millones.
En el 2009, un juez le dio la razón al escritor y en el 2011 otro tribunal ratificó ese fallo.
Cuando O’Brien se documentaba para el libro y Trump confiaba en él, este le comentó que “has de decirle a la gente lo importante que eres, porque, en caso contrario, nadie lo dirá”.
A Donald Trump le obsesiona ser rico y que se sepa. Según O’Brien, para magnate “es muy importante, psicológica y emocionalmente, ser considerado fabulosamente rico, porque lo ve como la ley del más fuerte y símbolo de que ha llegado a la meta”.
En eso no ha salido a su padre. Fred Trump fue un promotor que construyó miles de pisos asequibles en los años 50 y 60 para los trabajadores residentes en Brooklyn y Queens. Se le conocía por su gestión sobria, su frugalidad y humilde dedicación a su trabajo.