¿Cómo que es lo que hay?
Es lo que hay”. La lengua común ha preservado diversas fórmulas para sacralizar la fuerza de los hechos. “Es lo que hay” define el estado de las cosas: un determinado momento, en la evolución de los acontecimientos, que cristaliza en algo que se arroga el derecho de considerarse inamovible. Y entonces, parece, no hay nada que hacer. Reconocer ante una situación que “es lo que hay” equivale a decir que, por ser como es, es necesaria y no cabe otra acción que el mero asentimiento, el conformismo inevitable y la simple gestión de lo que no puede ser de otro modo. Así, frente a ello, la política deja de ser política para ser pura gestión de las cosas en su estado actual: “Es lo que hay”.
Y aparecen entonces, de debajo de las piedras, recetas para gestionar el estado de las cosas de tal modo que, aunque nadie había oído hablar de ellas hasta entonces, a partir de ese momento se convierten en tan indiscutibles como el inamovible estado de las cosas cuya gestión pretenden determinar. Y claro, para rematarlo, entonces, sólo hacen falta esos profesionales y especialistas de la única gestión imaginable para ese estado de las cosas que “es lo que hay”.
Y, sin embargo, la fuerza individual que, tan a menudo, en las situaciones más extremas, se resiste a la adversidad y le planta cara, en algunos casos aunque sea “hasta la derrota final”, enseña que no hay vida sin resistencia incluso frente a lo que parece como inevitable, pero, sobre todo, sin oposición a lo que, a pesar de ser como es, podría tal vez ser de otro modo. Y esta lección de vida que, a veces, descubrimos en personas aparentemente frágiles y vulnerables, pero decididas y resistentes, es también una lección colectiva de la que no faltan ejemplos históricos en situaciones extremas.
Nada obliga a contentarse con lo que hay. En realidad, nada humano, en el orden de lo moral, social o político, o por supuesto económico, es tan inevitable que no pueda ser de otro modo. Casi siempre, quien defiende la imposibilidad de cambiar el estado de las cosas, con el argumen- to de su inevitabilidad, es porque, aparte de no querer que las cosas cambien, sospecha que el cambio puede acabar con una situación de privilegio que, siendo las cosas como son, le beneficia frente a los otros. Luego está, claro, eso que Nietzsche llamaba “la moral del esclavo”: el conformismo resignado a una situación manifiestamen- te injusta que incluso le perjudica pero que, por pura inercia, prefiere a la incertidumbre que pudiera generar la mera expectativa del cambio en el estado de las cosas. En el otro extremo, los que desean que las cosas cambien porque ya no tienen nada que perder, o aquellos que, aunque vayan a perder algo, lo prefieren a mantener una situación insoportable o manifiestamente injusta. Es curioso. Toda la modernidad, desde la Ilustración, se sustenta en la confianza en el progreso de la humanidad. Es decir, en la consciencia de que la historia de las sociedades humanas es una batalla contra la desigualdad y la injusticia que, a pesar de las crueldades y violencias, o de la reaparición inclemente de la barbarie, ha permitido mejoras sustanciales en la vida de muchísimas personas. Los totalitarismos del siglo XX, y de manera muy especial el hitleriano y el estalinista, acabaron con el mito del progreso, al poner en evidencia, de manera estremecedora, que, a veces, la humanidad no sólo puede no avanzar, sino que es capaz de retroceder en términos de progreso y de producir aberraciones contra la población, hasta ese momento inimaginables. Y lo mismo sucede cuando, en nuestro tiempo, ya en el siglo XXI, asistimos estremecidos a la aparición de nuevas formas de fascismo que nos retrotraen a situaciones que nunca hubiéramos imaginado para nuestra época. Es difícil, realmente, continuar creyendo en el progreso cuando uno descubre algunas brutalidades tan hiperbólicamente salvajes como las que estos años estamos conociendo.
Estos fenómenos, ya bien conocidos, de una violencia extrema, han acabado, paradójicamente, por provocar una desconfianza generalizada respecto al progreso. ¿Cómo puede decirse que la humanidad progresa si, con el paso del tiempo, y con el desarrollo de una ciencia y una técnica cada vez más poderosa, las barbaridades que es capaz de cometer son mayores incluso, en cantidad y calidad del poder destructivo y de la crueldad, a las del pasado? Realmente la pregunta es inquietante. Y, sin embargo, el efecto más letal de esos ataques al progreso ha sido, precisamente, que dejáramos de confiar en él.
Por eso, hoy, recuperar la confianza en la posibilidad del progreso aparece como más urgente que nunca. Es posible avanzar, aunque sea lentamente, hacia una so-
Todo puede ser reiniciado de raíz, todo es modificable. Frente al conformismo tristón, la alegría de la acción
ciedad que corrija las desigualdades ya ahora insostenibles y que se esfuerce por acabar con situaciones manifiestamente injustas. Porque, si hubiera que reformular aquel viejo principio, recogido en el proverbio latino de Publio, que, durante siglos, fue el emblema del humanismo (“nada humano me es ajeno”), tal vez, hoy, habría que dar con una fórmula parecida a esta: nada humano es inevitable. Es decir: nada, en el orden de las situaciones humanas, se impone con la fuerza de la naturaleza, como algo que escapa al control de la acción humana. De nada que pertenezca a la sociedad humana puede decirse “es lo que hay”. Al contrario: todo puede ser reiniciado de raíz, todo es modificable. Frente al conformismo tristón, sólo es posible la alegría de la acción, que decía Spinoza. Esa alegría capaz de cambiar el mundo.