Martínez Fraile, socialista
Cada vez que un amigo se muere –y este año está siendo aciago– uno duda si debería o no atreverse a escribir sobre él, porque pocas cosas son tan tristes como redactar el obituario del amigo. Pero esta columna, que se publica cuando se cumple una semana del fallecimiento de Raimon Martínez Fraile, se la debo a él y tal vez, de alguna forma, me la debo a mí mismo. Y no sólo porque fuese una gran persona, ni por los muchos años compartidos, sino también por una anécdota que no le hacía gracia y que de hecho me desmentía cada vez que se la recordaba. Porque ahora que de casi todo hace ya treinta años, el día que yo conocí a Raimon no entendí bien su nombre o su cargo o lo que fuera que me hubiera dicho y entonces, con un punto de impaciencia, se me presentó de nuevo como “Martínez Fraile, socialista”. Ya les digo que él negaba esta historia y no se reconocía en ella, pero la verdad es que a mí me encanta, y no sólo por fastidiar al gran discutidor que fue Raimon, sino porque creo que explica alguna de sus esencias. Era un socialista, desde luego, un pallaquista de origen y devoción y un socialdemócrata confeso, nacido en León, hijo de la emigración, catalanista convencido y lector voraz y conversador apasionado, rebelde y siempre con la dimisión fácil, sincero y noble y un gran seductor de personas. Y desde luego, socialista, “socialista a fuer de liberal”, como Indalecio Prieto, muy catalán y muy español, uno de esos personajes que habían venido a hacer un mundo mejor o a intentarlo sinceramente. Político de la transición, se ganó la vida también en el sector privado, en la publicidad o trabajando pa-
No fue un político profesional, aunque fuera una de las personas más políticas e interesadas por la política que yo haya conocido
ra hoteleros. No fue un político profesional, aunque fuera una de las personas más políticas e interesadas por la política que yo haya conocido. Y pese a ello, o tal vez por ello, entró y salió de casi todas las administraciones: su querido ayuntamiento de Barcelona, la estatal o la autonómica. No sin alguna polémica y tampoco sin abrazar y hasta abanderar algunas causas perdidas, pero probablemente también por eso éramos tantos los que lo queríamos tanto. Anticomunista cuando el leninismo era la norma de la izquierda, detestaba los populismos, el matonismo y la falta de formas. Él, para mí, personificaba buena parte de las razones y virtudes que hicieron que muchos ciudadanos catalanes y españoles otorgasen su voto durante largo tiempo a los socialistas. Partidario del diálogo y del respeto a la ley, no toleraba las injusticias y luchaba para acabar con las desigualdades, lo que tal vez sea una buena definición de la socialdemocracia hoy: aceptar que hay desigualdades e intentar que pesen lo menos posible en la vida de la gente. Crítico muchas veces con su partido, desesperado a menudo con la manipulación continua de la historia, ha dado hasta el final una lección de hombría de bien. Peleó con su enfermedad como vivió toda su vida, sin resignarse ni conformarse. Y en el recordatorio que se nos repartió en su funeral nos recordaba una frase de Cicerón: “Vivir sin amigos no es vivir”. Hemos vivido, Raimon, hemos vivido.