La Vanguardia (1ª edición)

Novedad: wifi en el Fuji

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En Japón, centenares de miles de visitantes suben cada año al monte Fuji, el más alto del país, un volcán de 3.776 metros de altitud, una de las atraccione­s turísticas más importante­s del difunto imperio del Sol Naciente y el lugar donde se entrenaban los antiguos samuráis. Lo hacían a los pies de la montaña, no arriba, supongo que porque los lugares con mucha altitud no invitan demasiado a hacer esfuerzos, como saben los futbolista­s que a veces tienen que jugar partidos en Bolivia, en el estadio Hernando Siles de La Paz, que está a 3.600 metros sobre el nivel del mar, y tienen que recurrir a aspirinas, cafeína y viagra para compensar la falta de oxígeno.

En el monte Fuji lo que los visitantes echan de menos no es tanto el oxígeno como el wifi. Hace mucho tiempo que piden a las autoridade­s japonesas que lo pongan porque, como es lógico, no puede ser que a estas alturas de la tontería llegues arriba de la montaña, te hagas una foto y no la puedas enviar inme-dia-ta-men-te a familiares, amigos y conocidos, amén de colgarla ipso facto en todas las redes sociales habidas y

Hoy estudiarem­os las necesidade­s básicas de quien quiere practicar alpinismo en Japón

por haber. Ahora que más importante que los bastones de caminar o los piolets son los palos de selfies, las autoridade­s han decidido finalmente hacer caso a las demandas de los visitantes, no tanto porque les importe su confort sino porque es una promoción excelente. Cada una de esas selfies es un anuncio tan potente como los que la Organizaci­ón Nacional de Turismo de Japón pueda hacer en los diarios y las teles del mundo. Japón quiere llegar a los veinte millones anuales de visitantes antes del año 2020, que es cuando se celebren los Juegos Olímpicos en Tokio.

En consecuenc­ia han instalado ocho hotspots de wifi, uno en la cima de la montaña. Para conectarte tienes que usar el nombre de usuario y la contraseña que te dan. Una vez entras, la conexión dura 72 horas, medida inteligent­e porque hoy día hay gente que, sólo por tener wifi de gorra, no volvería nunca a casa, como saben bien los amos de bares y restaurant­es que, cada vez más, ven como sus mesas se llenan de jetas que piden un café y se pasan horas conectados al wifi y tecleando tabletas y portátiles. Muchos propietari­os han llegado al punto de decidir desconecta­rse de la red. Cerca de casa hay un local donde preparan creps y zumos de fruta cuya propietari­a hace tiempo que se hartó de soportar a esos carotas. Cuando le preguntan si tiene wifi les contesta que no. Desde que adoptó este sistema muchos de los aspirantes a cliente que antes pasaban por delante –y no podían entrar porque veían todas las mesas ocupadas– ahora entran. Y lo que es más importante: consumen, cuando acaban la consumició­n pagan, se levantan, se van y dejan la mesa vacía para otro cliente. Sería bonito acabar esta columna diciéndole­s que el bar se llama Fuji, pero no es verdad y no quiero empezar a mentir ahora, a estas alturas de la vida.

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