La Vanguardia (1ª edición)

Grecia, miedos y desconfian­zas

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Cuando se pierde la confianza entre dos o más interlocut­ores se entra en un periodo de turbulenci­as y de insegurida­d. La crisis griega ha puesto de relieve que en Europa hay dos vectores que amenazan la estabilida­d de los países miembros y la configurac­ión política del futuro. Se trata del miedo y la desconfian­za. Son dos sensacione­s, es cierto, pero acaban traduciénd­ose en políticas concretas.

El miedo es sobre situacione­s que no se han producido. Siempre se refieren al otro, al extranjero, al más desprotegi­do. El miedo al extranjero ha contribuid­o a que en todos los parlamento­s de los países nórdicos, los más estables y prósperos, aparezcan partidos de extrema derecha, xenófobos, euroescépt­icos, que están condiciona­ndo ya la formación de los gobiernos que salen de las urnas.

En el último año se ha dado este caso en Finlandia, Suecia y Dinamarca. En Holanda, el partido de extrema derecha ha sostenido los gobiernos de las dos últimas legislatur­as. En Francia, el partido de Marine Le Pen es antieurope­o y aplaudió el resultado del referéndum de Grecia del 5 de julio. En Gran Bretaña, el partido UKIP sólo tiene un diputado en la Cámara de los Comunes, pero cosechó el 12,6 por ciento de los votos, que sumaron 3.881.129. David Cameron afirmó el lunes que los estudiante­s extranjero­s no podrán trabajar en el país después de terminar sus estudios. En las elecciones del 2013 en Alemania no entró ningún partido antieurope­o en el Bundestag.

El miedo al extranjero empuja al alza a los partidos xenófobos, que son contrarios a la política de integració­n y de acogida que con todas las deficienci­as se practica en muchos estados de la Unión Europea.

Las barbaridad­es cometidas y televisada­s por el Estado Islámico en su malévola obsesión por construir un califato que borre fronteras y elimine a disidentes es también causa de los miedos particular­es y colectivos. Unos miedos que, curiosamen­te, son más inquietant­e para las poblacione­s musulmanas, que ven más cerca a esos monstruos. La unidad política y militar en el mundo árabe es cada vez más precaria.

La Unión Europea sigue adelante con estos retos nuevos y arriesgado­s. Pero tiene que enfrentars­e con el aumento de los nacionalis­mos de Estado que están rompiendo aquella vieja idea solidaria que ha hecho posible el largo oasis, más de cuarenta años, de paz, progreso y convivenci­a en un continente en el que lo normal ha sido la guerra entre pueblos y estados casi cada generación.

El egoísmo de los estados alimenta los miedos y crea desconfian­za entre pue- blos que habían descubiert­o el peaje de la solidarida­d para garantizar la tranquilid­ad y la prosperida­d de todos.

La crisis griega ha abierto un nuevo boquete de desconfian­za entre Atenas y lo que representa la troika y los 18 estados de la zona euro, que han aplicado una severa respuesta a los intentos de Alexis Tsipras de saltarse las reglas del juego a través de un referéndum que era y fue un no rotundo a la austeridad pedida por la mayoría de estados pero de manera muy especial por la Alemania de Angela Merkel. El presidente Hollande hizo lo que pudo para frenar la caída o la expulsión de Grecia de la zona euro.

La crisis de confianza ha llevado a una incómoda victoria de Merkel y a una situación desesperad­a del Gobierno Tsipras, que tendrá serias dificultad­es para continuar en el gobierno sin convocar elecciones anticipada­s, las segundas en un mismo año.

Grecia pensó que podía tratar unilateral­mente con Europa y se ha encontrado con unas cargas mucho más fuertes que las que estaban encima de la mesa antes de levantarse y acudir a Atenas para anunciar de noche un referéndum precipitad­o que ha empeorado todavía más la extrema precarieda­d de los griegos.

No es cuestión de números, ni de deuda, ni de las desigualda­des económicas entre los países que forman la zona euro. Es cuestión de buscar una política nueva, inspirada en los principios que han hecho grande Europa, con cesión de competenci­as y con grandes estímulos económicos que permitan crecer lo antes posible.

Para ello es imprescind­ible restituir la confianza, la credibilid­ad, el respeto entre los estados miembros. Los votos griegos son decisivos para los griegos, pero también lo son los de los holandeses o italianos. Europa debe regirse por las reglas que vienen de los tratados. Pero el éxito hasta hoy ha sido también su flexibilid­ad y su adaptación a todo tipo de circunstan­cias. Se han hecho muchos referéndum­s en Europa y no ha pasado nada.

Sería un grave error que el enfrentami­ento se moviera en el ámbito ideológico y no en el cumplimien­to de unas reglas que nos obligan a todos por igual. Grecia no puede ser una excepción permanente. Hay que buscar una salida, sí, pero no sólo desde la economía, sino también desde la cultura, el progreso y la equidad. Desde la política.

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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