La muerte del viajero
Aeste paso llegará un día en que la gente se hará selfies al lado del ataúd descubierto de sus difuntos!”. Por si no estaba suficientemente abatido, mi hijo me respondió una de esas frases que hieren en el carnet de identidad: “¡Ya he visto muchas!”. Yo andaba de un humor de perros. Sube uno en el 15 al pico Victoria de Hong Kong, el Tibidabo de Extremo Oriente, llega al mirador de la ciudad y su bahía tras sortear mil tiendas y una franquicia de Bubba Gump Shrimp –sí, de Forrest Gump– y se ve rodeado de seres humanos –¿tendrán alma?– cuyo primer objetivo ante tal vista deslumbrante es hacer y hacerse fotos con frenesí. – ¡Señor, apártese un poco, gracias! Milagrosamente, aún quedan fotógrafos profesionales en estos sitios. Y el del pico Victoria estaba inmortalizando a una joven turista china, de la República Popular, con pamela blanca y grandes gafas de sol marrones, y mi persona afeaba esa instantánea llamada a capturar la belleza de Hong Kong y de la señorita china y comunista.
Yo tengo una edad: asomarse a una de la mejores vistas urbanas del mundo y dedicarse a sacar fotos y más fotos sin si- quiera retener durante un minuto en nuestro interior la belleza me deprime y corrobora que el viajero ha muerto. Hoy, triunfa el turista, un hijo del siglo XX que sólo viaja para confirmar sus prejuicios y que ahora va armado de tecnología del siglo XXI, garantía de un alud de fotos narcisistas, irrelevantes, que viajarán por las redes como los detritos van a la mar y se diluyen en el océano.
Esto no es la decadencia de Occidente: es la decadencia de todas las civilizaciones. El fin del gusto, el triunfo de lo intrascendente. La globalización de la sopa boba. Y esto sólo ha hecho que empezar porque la tecnología promete nuevas prestaciones, ingenios y aplicaciones en el campo de la imagen. Pronto, los turistas que alcancen el pico Victoria podrán hacerse fotos con Mao Zedong, Deng Xiaoping o Thatcher haciendo todos el ganso gracias a alguna virtualidad en gestación. Cuando asisto a estos espectáculos, quemaría la Organización Mundial de Turismo, con sede en Madrid, por no prohibir las fotografías en masa en espacios limitados y por no ilegalizar los encargos del tipo “Tráeme alguna cosita, algo mono, y ya te la pagaré” (de Hong Kong, de Calatayud o del Alto Volta).
Malhumorado, del pico Victoria fui a la barbería del Mandarin Oriental, lancé una tarjeta de crédito como el que se arroja al vacío en Masala y me erigí en el último virrey de los viajeros trasnochados: el afeitado más caro –el mandarin, cuatro cambios de toallas, frías, calientes, 45 minutos, en un sillón imperial, 75 euros–. Suena a esnob, lo reconozco, pero necesitaba sentir algo placentero y único (mucho afeitado de toda la vida en Barcelona y qué pocos profesionales que entiendan lo que justifica pagar unos cuantos euros por algo que uno puede hacerse gratis en casa). Ya que esto del viajar, del ir, ver y sentir, se hunde, que nos coja bien afeitados, no sea que alguien se haga una selfie junto a nuestros restos mortales.
Triunfa el turista, hijo del siglo XX que viaja para confirmar sus prejuicios con tecnología del siglo XXI