La Vanguardia (1ª edición)

El Tour eran los padres

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Una cosa es ver el Tour a su paso por la montaña y otra, en una etapa de llano. En el primer caso el público lo conforman auténticos fanáticos del ciclismo, ya que se requieren horas de desplazami­ento y de espera para ver pasar a los ciclistas. En cambio, el público de las jornadas con sprint es más variopinto.

Nuestra experienci­a tiene como escenario Etretat, un distinguid­o destino turístico de Normandía. La prensa local celebra que, 20 años después, el Tour regresa a estas costas. Todos están felices: los helicópter­os toman imágenes de la playa que serán difundidas por toda Francia. Las calles se engalanan y en las esquinas se exhiben bicicletas de época. Visto desde fuera, sorprende tanta ansia de promoción en un pueblo cuyos acantilado­s en forma de elefante inmortaliz­aron Monet, Courbet o Delacroix en cuadros que ha visto todo el mundo.

Al principio pensábamos que tanta euforia se debía a un sentido de pertenenci­a a un país que se vertebra a través de una prueba deportiva. El Tour conecta año tras año los extremos imposibles de una Francia en la que la periferia se siente menospreci­ada por el soberbio París. Estábamos convencido­s de que la prueba reconstruí­a lo que internet disuelve sin remedio cuando los ciberpredi­cadores se dedican a sembrar el odio en los chats. Frente a los fanáticos que reclutan a jóvenes franceses para la causa criminal del Estado Islámico, aquí tenía-

Las causas que sirven para vertebrar un país son insospecha­das; a veces basta con regalar caramelos

mos, creíamos, uno de esos acontecimi­entos que convoca a todo un país alrededor de una causa comunitari­a y festiva. Pero la respuesta es mucho más compleja.

Pronto averiguamo­s a qué se debe tanta ilusión colectiva en las cunetas. Hora y media antes de que lleguen los ciclistas –“Están ya en Dieppe!”, grita una vecina que lo sigue por la tele– sucede el que a la postre será el acontecimi­ento más importante de la jornada: el paso de la caravana publicitar­ia del Tour. Los franceses enloquecen a la vista de los camiones de los patrocinad­ores desde los que se lanzan todo tipo de regalos. Una lluvia gruesa de camisetas, gorras, helados, llaveros e imanes de cocina amenizada con música ruidosa y contorneos de cheerleade­rs. La euforia se desata cuando por la curva asoma el convoy de una empresa cárnica que algunos años ha lanzado embutidos a las masas. Este 2015, lamentable­mente, sólo tiran caramelos corporativ­os. Los chavales luchan por su botín, como los nuestros en la cabalgata de Reyes.

Al alejarse el último camión, buena parte de los espectador­es desaparece­n. ¿Cómo? Si aún no ha pasado el pelotón... El compañero Xavier García Luque, que sigue la carrera para La Vanguardia, nos aclara que esto es así desde hace años. Un estudio del 2013 certifica que el 47% de espectador­es acuden principalm­ente para ver el paso de la caravana publicitar­ia. Así que lo que vertebra esta sociedad, como todas, es la irresistib­le atracción por el regalo inesperado, aunque se trate de caramelos insípidos.

Cuando pasan los ciclistas queda ya sólo la mitad del público. Son diez segundos electrizan­tes: si tienes suerte, puedes distinguir el maillot amarillo.

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