La guerra cotidiana
El Gobierno de El Asad consigue mantener servicios esenciales y un ambiente de cierta seguridad en la zona de Siria que aún controla
Llego de Beirut –ciudad en paz, desbordada de basuras que nadie recoge de su calles– a Damasco, en guerra, pero de limpio aspecto. La carretera entre ambas poblaciones tan cercanas, pero de estilo de vida y de historia tan diferentes, está vacía. Esta es la carretera más vital para el régimen sirio porque es la única segura que une su territorio con el mundo exterior. Hacen obras en sus cunetas para instalar nuevos cables de la línea telefónica. “Fíjese –observa mi chófer–, aquí hay guerra, pero también han colocado pantallas de radar para controlar la velocidad”.
A pocos kilómetros de la raya divisoria sobrevuelan aviones de combate sirios y se oye el retumbar de sus bombardeos sobre la vecina localidad siria de Zamaran, que el ejército, con apoyo de los aguerridos milicianos del Hizbulah, está a punto de reconquistar.
En esta zona montañosa de Qualamún se libra desde hace meses una batalla estratégica contra los yihadistas. Pasa raudo el convoy de automóviles blindados de Staffan de Mistura, el enviado especial de la ONU en Siria, en su enésima visita a Damasco, en su imposible misión de conseguir al- gún compromiso parcial entre el gobierno y la oposición que sirviese para aliviar los sufrimientos de la población civil. Entre los carteles de propaganda del ejército y de alabanzas al rais Bashar el Asad y al secretario general de Hizbulah, el jeque Hasan Nasralah, hay colgados sorprendentes anuncios futuristas sobre la “reconstrucción de Siria”.
Los habitantes de Damasco se han tenido que acostumbrar a la guerra –el frente está a sólo unos cuantos kilómetros del antiguo barrio cristiano–, a bombardeos y explosiones, que a veces alcanzan lugares de la periferia.
Por la carretera que va de Da- masco a Homs, todavía en los arrabales de la capital, distingo, desde el último piso de un alto edificio, los fogonazos de los disparos de un francotirador apuntando al vecino frente de Jobar, donde los combatientes gihadistas se han fortificado. En este paraje de la carretera, a la salida de la ciudad, hay autobuses y vehículos que se encaminan a Raqqa, la capital siria del califato del Estado Islámico, y hacia otros territorios sometidos a la férula de las organizaciones fanáticas islámicas. La policía inspecciona los vehículos y escruta las cedulas de identidad de estos viajeros que se desplazan entre las zonas controladas por diversos combatientes.
La carretera de Homs, que se prolonga hasta Alepo, es la columna vertebral de la nación siria, muy despedazada y que el régimen del rais El Asad se esfuerza a toda costa en reunificar militarmente, aunque las divisiones desgarrado- ras ya sufridas no sean fáciles de borrar. Por esta vía circula la sangre de los sirios, de su economía, de su vida, que se extienden a través de carreteras secundarias hacia Latakia, Tartus y las costas levantinas. La conquista por el ejército, el año pasado, de Homs, proclamada “la capital de la revolución”, fue una gran derrota para las fuerzas enemigas del régimen
La guerra es muy difícil de describir, porque no excluye la paz. Siria tiene una extensión de 180.000 kilómetros cuadrados con una población veinticuatro millones de habitantes. Las zonas de combates están delimitadas. Hay poblaciones que la sufren en sus carnes y otras que la viven con menos violencia.
Siria tiene desde hace años una economía de mercado en la que los sectores públicos –a excepción de la sanidad, la enseñanza o el petróleo– han quedado reducidos. Las sanciones internacionales, la falta de libertad y la corrupción administrativa, multiplicada por diez en este tiempo, han agravado las penurias de su vida cotidiana. La escasez de gasolina, por ejemplo, es patente. Tuvimos que circular muchos kilómetros para poder llenar nuestro depósito. “Sin embargo –como me decía un corresponsal de prensa extranjero residente en la capital–, la sabiduría del gobierno en administrar sus escasos recursos puede mantener servicios públicos esenciales, como son hospitales o escuelas, y un mínimo ambiente de seguridad”.
En el hotel Dame Rose no sólo se cita la elite local, sino delegados internacionales, políticos del régimen y de la oposición, periodistas extranjeros. Es la gran ágora de la capital, a poca distancia del teatro de la ópera, donde una orquesta con sus coros mixtos interpreta valses vieneses y arias de La Traviata. Como en todos los hoteles de las capitales árabes, la noche del jueves es la de los banquetes nupciales. En el de Damasco, el novio vestía de chaqué.
“Aquí hay guerra, pero también han colocado radares para controlar la velocidad”, advierte el chófer