La cabra hispánica
Primer domingo de agosto, el mes estrella de las vacaciones estivales. Hoy habrán llegado a los pueblos de los que salieron hace una o dos generaciones más de una y más de dos familias de catalanes, esos hijos o nietos de otras tierras peninsulares cuyos padres o abuelos emigraron en su día a Catalunya. También eran los catalanes aquellos emigrantes que volvían ritualmente cada verano al lugar que les vio nacer. “Ya están aquí los catalanes”, era la frase con la que el hermano que se había quedado en el terruño acogía, por así decirlo, al que estaba trabajando en una fábrica de Barcelona. Y aunque había distancia, también había afecto, porque los veraneantes volvían cada año un poco mejor aposentados en la escala social, con ropas más modernas, más tarde con su utilitario, también con otras costumbres. Era aquel tiempo en que los catalanes del tardofranquismo caíamos bien y éramos la avanzadilla de una España que finalmente alumbró la democracia. Hoy, me temo, esos catalanes de segunda o tercera generación son recibidos de otra manera. Y no dudo que muchos defenderán la independencia de Catalunya y su desvinculación del resto de España. Todo, al fin y al cabo, muy español. Porque los que crecimos adivinando y luego comprendiendo el mito de las dos Españas hemos vivido el frentismo y las banderías desde muy pequeños. Y hoy, el frentismo vuelve a ser nuestra esencia, como en los últimos –al menos– doscientos años.
Este es un verano, permítanme que lo diga rápido, acalorado y de hartazgo. Con buena parte de nuestros políticos forzándonos otra vez a elegir entre el blanco y el negro, sin que quepan demasiados matices. Peor todavía, sin que el diálogo parezca posible. Porque si hace treinta y muchos años se pudieron sentar a hablar personajes como Manuel Fraga y Santiago Carrillo, que venían de nuestra Guerra Civil, hoy –pese a sus responsabilidades institucionales– ni Artur Mas ni Mariano Ra- joy parecen capaces de sentarse a conversar, que no digo negociar. Manca finezza y sobra esa mala leche tan nuestra, tan hispana, que sin duda nos hermana.
La política, en este verano africano, puede acabar por destruir la recuperación económica de las Españas, dicho sea así, en plural. Y desde luego hace difícil el trabajo de todas esas pequeñas y medianas empresas que no han sucumbido al huracán de la crisis. Pero es que, volvamos a decirlo, vivimos un tiempo sin matices, falto de estrategia y sobrado de tacticismo. Unos gritan independencia como si esa idea del siglo XIX fuera posible en la Europa que habitamos. Otros parece que invocan el “Santiago y cierra España” de las luchas contra el infiel. Y se juega, desde luego, a la ofensa y el disparate. Porque, seamos serios, las formas tienen contenido. Y ni estamos guardando las formas ni estamos, por ejemplo, respetando nuestra propia legalidad catalana. Verbigracia, se necesita, Estatut mediante, una mayoría cualificada de dos tercios de los votos del Parlament para reformar el Estatut. Y sin embargo hay quien nos vende y hasta quien se cree una declaración unilateral de independencia que se pueda apoyar en una mayoría simple de la Cá- mara catalana. Igual que se nos dice que la reforma de la Constitución española es imposible, mientras que la independencia de Catalunya en el marco de la Unión Europea debe ser, por comparación, fácil y hasta inevitable (nota al margen: si se produce la archicomentada declaración unilateral es de suponer que en los días siguientes nos reconocerán tal vez Lituania y a lo mejor Venezuela, más que nada por molestar). Y no es que estemos defendiendo, en estos tiempos de interdependencia, el derecho de Catalunya a un mejor trato fiscal, como sería obvio, sino que ya nos hemos echado al monte y nada, independencia sin matices ni ambigüedades, a la brava. Sentimientos a flor de piel y cultivo entusiasta del desprecio y hasta el odio al diferente.
Si hoy hiciéramos una encuesta, el animal totémico de la España actual sería, sin duda, el toro de lidia, algo así como la herencia de Estrabón reflejada en el toro de Osborne. Antes, las Españas fueron un águila, la bicéfala de los Austrias o el águila de san Juan de sus católicas majestades, más tarde reutilizada por el franquismo. Pero también fue nuestro símbolo el león, rugiente y dominador a veces o viejo y renqueante en muchas caricaturas del XIX. Además de ser una matrona, monárquica o republicana, flaca o lozana. Y, sin embargo, se me antoja extraordinario que no hayamos adoptado como nuestro animal sagrado a la cabra hispánica, el íbice ibérico, la capra pyrenaica, que no sólo tira siempre al monte, como quiere el refrán, sino que por definición es cabra montés y un bóvido de enorme bolsa escrotal cuyos violentos combates cabeza contra cabeza de los machos en celo fueron y son el asombro de todo observador de la naturaleza. País de cabreros, decimos a veces. Y no, país de machos cabríos, que resuelven sus disputas a topetazos, cuidando de no enganchar los cuernos propios con los del otro. No sea que nos pase como a los carneros, que tienen el cuerno más retorcido y que, sin ser lo mismo, también juegan al choque aunque a veces se queden enganchados, hermanos de testuz y de obstinado rencor.