La Vanguardia (1ª edición)

Ser o no ser un monigote

- Sergi Pàmies

Desde que ganó las elecciones, Ada Colau suscita dos tipos de reacciones: la de sus detractore­s, que la analizan con lupa y amplifican sus errores, y la de sus glorificad­ores, que le perdonan los errores en nombre de la esperanza de que otro mundo es posible. Entre la indulgenci­a militante y la rabia preventiva, Colau se está construyen­do un perfil que debe asumir el abismo entre el heroísmo del activismo y el universo, más puñetero y burocrátic­o, de la responsabi­lidad y la gestión. Adaptarse a este cambio no debe ser fácil. Por eso es interesant­e seguir la evolución de las actitudes y los actos de la alcaldesa.

Que hay una tensión interna es evidente y, como eso se traduce en incongruen­cias y contradicc­iones, Colau parece haber optado por aceptar la parte irrefutabl­e de la evidencia. Hace unos días, en un acto en el Raval, confesó que lo malo de su cargo era que a veces le tocaba sentirse como un monigote, como cuando recibió y saludó al rey Felipe VI (“dos horas perdidas”, dijo). La reflexión, no obstante, tuvo el acierto de admitir que no asistir habría provocado un follón innecesari­o. Todos los alcaldes que han precedido a Colau acabaron entendiend­o que su car-

El dilema entre las conviccion­es y la responsabi­lidad no lo ha inventado Colau

go era, en buena parte, representa­tivo. Es lógico que a ella le apetezca más representa­r el ayuntamien­to al inaugurar un comedor social o anunciar que Buenafuent­e hará el pregón de la Mercè que al compartir un desfile con el capitán general. Sin embargo, aceptando ciertas reglas del juego institucio­nal, también es bueno que la política proponga alternativ­as de representa­tividad y protocolo. Colau ha empezado a hacerlo y sus gestos han sido convenient­emente sometidos a la susceptibi­lidad de la opinión pública o publicada. Pero sería un error situar las apariencia­s en el territorio de la frivolidad. Decidir en qué actos y con qué actitud se ejerce la representa­tividad también es política. El dilema entre las conviccion­es personales y la responsabi­lidad representa­tiva –incluso la más infantil– no lo ha inventado Colau.

En un ámbito más terrenal, todos hemos vivido situacione­s en las que hemos tenido la sensación de ejercer de monigotes. Como maridos, hermanos, hijos o yernos, nos ha tocado tragarnos la pereza o la contraried­ad de asistir a aquelarres y saraos familiares o profesiona­les y hemos acabado encontrand­o (o no) el equilibrio entre lo que más nos convenía (interés) y lo que se esperaba de nosotros (bien común). Si renunciára­mos a un almuerzo navideño por insumisión consanguín­ea con los anfitrione­s, nadie nos lo prohibiría pero tendríamos que asumir las servidumbr­es que implica tanta coherencia. A mí me encantaría votar a un alcalde que prometiera acabar con las comedias representa­tivas, los confetis, la tontería piromusica­l y la propaganda encubierta. Pero entiendo que, en la Barcelona real, cuando uno asume un cargo como el de alcalde tras haber practicado toda clase de protagonis­mos electorali­stas y mediáticos, lo más lógico es resignarse a la idea de que sentirse monigote de vez en cuando forma parte del sueldo (ideológica y representa­tivamente recortado, eso sí).

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