Ser o no ser un monigote
Desde que ganó las elecciones, Ada Colau suscita dos tipos de reacciones: la de sus detractores, que la analizan con lupa y amplifican sus errores, y la de sus glorificadores, que le perdonan los errores en nombre de la esperanza de que otro mundo es posible. Entre la indulgencia militante y la rabia preventiva, Colau se está construyendo un perfil que debe asumir el abismo entre el heroísmo del activismo y el universo, más puñetero y burocrático, de la responsabilidad y la gestión. Adaptarse a este cambio no debe ser fácil. Por eso es interesante seguir la evolución de las actitudes y los actos de la alcaldesa.
Que hay una tensión interna es evidente y, como eso se traduce en incongruencias y contradicciones, Colau parece haber optado por aceptar la parte irrefutable de la evidencia. Hace unos días, en un acto en el Raval, confesó que lo malo de su cargo era que a veces le tocaba sentirse como un monigote, como cuando recibió y saludó al rey Felipe VI (“dos horas perdidas”, dijo). La reflexión, no obstante, tuvo el acierto de admitir que no asistir habría provocado un follón innecesario. Todos los alcaldes que han precedido a Colau acabaron entendiendo que su car-
El dilema entre las convicciones y la responsabilidad no lo ha inventado Colau
go era, en buena parte, representativo. Es lógico que a ella le apetezca más representar el ayuntamiento al inaugurar un comedor social o anunciar que Buenafuente hará el pregón de la Mercè que al compartir un desfile con el capitán general. Sin embargo, aceptando ciertas reglas del juego institucional, también es bueno que la política proponga alternativas de representatividad y protocolo. Colau ha empezado a hacerlo y sus gestos han sido convenientemente sometidos a la susceptibilidad de la opinión pública o publicada. Pero sería un error situar las apariencias en el territorio de la frivolidad. Decidir en qué actos y con qué actitud se ejerce la representatividad también es política. El dilema entre las convicciones personales y la responsabilidad representativa –incluso la más infantil– no lo ha inventado Colau.
En un ámbito más terrenal, todos hemos vivido situaciones en las que hemos tenido la sensación de ejercer de monigotes. Como maridos, hermanos, hijos o yernos, nos ha tocado tragarnos la pereza o la contrariedad de asistir a aquelarres y saraos familiares o profesionales y hemos acabado encontrando (o no) el equilibrio entre lo que más nos convenía (interés) y lo que se esperaba de nosotros (bien común). Si renunciáramos a un almuerzo navideño por insumisión consanguínea con los anfitriones, nadie nos lo prohibiría pero tendríamos que asumir las servidumbres que implica tanta coherencia. A mí me encantaría votar a un alcalde que prometiera acabar con las comedias representativas, los confetis, la tontería piromusical y la propaganda encubierta. Pero entiendo que, en la Barcelona real, cuando uno asume un cargo como el de alcalde tras haber practicado toda clase de protagonismos electoralistas y mediáticos, lo más lógico es resignarse a la idea de que sentirse monigote de vez en cuando forma parte del sueldo (ideológica y representativamente recortado, eso sí).