La Vanguardia (1ª edición)

El insufrible legado del olvido

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En el piso de Pasqual Maragall cerca de la plaza Molina de Barcelona hay paz. El president descansa sentado en el sofá escuchando música que sale de la guitarra de Andrés Segovia. Está meditabund­o y me pregunto qué le pasa por la cabeza: qué piensa y, si lo hace, si piensa en nada. La insufrible nada. Siempre se piensa en algo . Incluso sin pensar en nada se piensa en ello.

Me recibe su esposa, Diana Garrigosa, y su hija Cristina, presidenta y portavoz respectiva­mente de la Fundació Pasqual Maragall en la lucha contra el insoportab­le alzheimer. (www.fpmaragall.org). Me saluda Pasqual sonriente. Diría que me reconoce o simplement­e me conoce. Saca del bolsillo del pantalón una carpeta pequeña donde tiene apuntada la agenda del día y de toda la semana. Una carpeta de plástico que ya utilizaba cuando era alcalde de Barcelona. Todas están guardadas. Archivadas. Todas. Se acerca Diana y me pregunta si quiero tomar algo mientras hablo con Cristina sobre la Fundació. Le pido agua y Pasqual, al oírlo, con humor, señala su agenda y me regaña:

–“Nada de agua. Mira lo que pone aquí. 15.30 h. Café con Jordi Basté”. Reímos todos y le pido entonces un café a Diana. Bendita suerte porque en pocos minutos me sirve un café de toda la vida: negro, consistent­e, amargo....

Hablo con Cristina mientras el president juega con el mando de la tele. Me cuenta que en la fundación son ya 3.600 socios y que quieren llegar este año a los 5.000. Están trabajando con exactament­e 2.734 voluntario­s, maravillos­os ángeles, que se han inscrito para servir como pruebas y conseguir detectar los indicadore­s que permitan saber porque se desarrolla la enfermedad. Y atacarla. El trabajo de la fundación, con la ayuda de la Obra Social de La Caixa, es impagable. Recuerdo el día que entrevisté a Maragall en Nueva York, días antes que Obama fuera elegido presidente de los USA, y meses después, de que tuviera el coraje de anunciar su enfermedad. Me dijo “el alzheimer es no saber dónde has dejado las llaves... pero cada día”. Pasqual me acompaña al ascensor, baja hasta el portal y me despide. “Voy al cine”, me dice. “¿A ver qué?”, le pregunto. “No lo sé”, responde. Ir y no saber. La puta vida.

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