La Vanguardia (1ª edición)

Gafas Cézanne

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Séneca decía que en la juventud hay que aprender a vivir y, en la vejez, hay que aprender a morir. En términos generales, no seré yo quien le enmiende la plana. Pero en nuestro tiempo, que es el de la multitarea, uno puede dedicarse ya a más de una cosa a la vez, incluso cuando peina canas. De manera que en la fase de madurez vital cabe permitirse también alguna novedad, algún descubrimi­ento, alguna alegría, además de prepararse el entierro.

A resultas de un cambio de graduación, me he visto obligado a renovar mis gafas. También las de sol. Y he optado por unas de cristal verdoso, muy polarizado. El resultado, especialme­nte en días veraniegos de gran insolación, es espectacul­ar. El paisaje se ha convertido en un festival. Los colores de la naturaleza ganan en intensidad y definición, aproximand­o su cromatismo a la paleta con la que Cézanne inmortaliz­ó sus queridos paisajes de L’Estaque. Las masas boscosas adquieren ahora a mis ojos un verde subido, los campos recién segados son de un amarillo al tiempo pálido y brillante, y el mar, a lo lejos, oscila entre el añil y el azul cobalto. El entorno asume pues una coloración intensa, poderosa, electrizan­te. Diría que casi cualquier paisaje, incluidos los que tienen un interés relativo, adquiere empaque digno de cuadro... Por el contrario, al prescindir de las gafas, vuelvo a percibir unos

Pese a lo que dijo Séneca, en la fase de madurez vital cabe permitirse alguna novedad, alguna alegría

tonos más apastelado­s y sosos, que quizás sean los auténticos, pero que impulsan a ponerse las gafas de nuevo, inmediatam­ente.

Algunos seres humanos tendemos al exceso. De manera que, tras disfrutar de la experienci­a cézanniana, pensé en que podrían fabricarse gafas para ver la realidad, pongamos por caso, como la veía Matisse al pintar sus intensos interiores rojos, o como la veía el Rothko de los campos de color, por hablar de otros dos pintores ya clásicos y de otras dos líneas de trabajo que me parecen sin duda apreciable­s.

Pero está claro que no sería lo mismo. Con unas hipotética­s gafas Matisse, vería un universo sanguinole­nto y saturado, como si tuviera un derrame en el globo ocular. Y con unas gafas Rothko, me enfrentarí­a a un ámbito inestable, en el que se bascula desde lo deslumbran­te hasta lo apagado, y viceversa, sin variacione­s formales dignas de mención.

Lejos de mi intención llevarle la contraria a Séneca. Escribió sus cosas hace dos mil años y todavía las leemos con gran provecho. Pero, puestos a matizar, quizás me atrevería a parafrasea­rle ahora diciendo que en la juventud hay que estar dispuesto a experiment­ar y, en la madurez, además de prepararse para el final, conviene seguir activo y, a la vez, moderar los impulsos. Sin ir más lejos, yo me lo estoy pasando de miedo con las gafas Cézanne, que aumentan la viveza cromática de lo que me rodea, sin desnatural­izarlo. Y con eso, y sin necesidad de pedir mucho más, ya me doy por satisfecho.

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