El Darfur europeo.
Solidaridad, organización y fe en el campamento de emigrantes de Calais
Una familia camina hacia el eurotúnel en Calais para tratar de llegar a Gran Bretaña. “Aunque pongan una fila de escorpiones vamos a pasar”, dijo un emigrante en un clima de gran tensión.
Lo llaman la jungla, y realmente lo parece. El campamento en que se encuentran unos tres mil migrantes esperando su turno para llegar al Reino Unido, a las afueras de Calais, dista mucho de la idea que tenemos de Europa. Cinco personas duermen en barracas de unos seis metros cuadrados hechas de bolsas de basura, palos de madera y material aislante. Algunos todavía no han encontrado su sitio y descansan al raso. Tienen una manta que comparten con sus compañeros y una comida diaria para la que han de esperar horas haciendo cola.
“¿Quieres saber por qué quiero ir a Inglaterra? Es muy fácil: mira esto. Esto no es bueno. Nos tratan como a animales”, dice Salamon Lamma, señalando la basura que se amontona por todas partes. El etíope, de 28 años, es uno de los que han construido una pequeña iglesia. Todavía no tienen un cura que les dé el sermón, pero siempre hay gente en la capilla, llena de velas e imágenes religiosas recubiertas de espumillón rojo.
La que va a rezar asiduamente es una eritrea que no quiere revelar su nombre. Tiene 17 años y lleva un mes y dos semanas intentando saltar las vallas para subirse al tren en marcha que cruza el canal de la Mancha. Es de las pocas mujeres que conviven entre los miles de hombres de la jungla. El resto de ellas, alrededor de un centenar, duermen con sus hijos en un albergue del ayuntamiento cercano al campamento, por su seguridad.
“No es un buen lugar para una chica, ha tenido problemas”, advierte un amigo. Se rumorea que algunos hombres fuerzan a las mujeres que viven entre ellos a prostituirse, y los cooperantes están buscando a los responsables. Incluso hay una embarazada de siete meses decidida a llegar a Inglaterra antes de dar a luz. “Lo hago por mi hijo, para darle un futuro”, mantiene, tapándose la cara ante las cámaras de televisión.
“La jungla” es un lugar hostil que parece un vertedero, pero también es una pequeña sociedad de diferentes naciones: Afganistán, Sudán, Eritrea, Etiopía, Pakistán, Siria… De noche, aseguran que el alcohol ha ocasionado más de una pelea. Pero a todos los efectos, en los meses en que han levantado el campamento (antes estaban en otro lugar) han cons- truido su propia comunidad.
Los más emprendedores que ya han desistido de su intento de huir al Reino Unido hasta tienen negocios, como colmados en los que venden alimentos, refrescos o cigarrillos. Por ejemplo, Sikandy Noristory posee un restaurante de comida afgana en el que cocina piezas de pollo a dos euros y medio. “Ahora ya no lo intento, porque me hicieron daño. La primera vez fue una paliza de la policía y acabé en el hospital, donde me tuvieron que coser. La segunda… me caí del tren”.
Uno de los responsables de esta meticulosa organización es el nigeriano Zimako Johns, que ya lleva dos años viviendo en Calais. Domina perfectamente el inglés y el francés porque en África trabajaba en un hotel. Aquí se ha convertido en un líder: ha ayudado a construir una escuela, se ofrece para hacer tours a los periodistas que se acercan al lugar e incluso está intentando formar un equipo de fútbol.
“Hemos desarrollado esto en apenas tres meses”, relata, refiriéndose a la pequeña barraca azul donde se imparten diariamente clases de pintura, de artes marciales y especialmente de francés. Aunque la mayoría prefiere ir al Reino Unido para no empezar desde cero con el idioma, hay muchos que han abandonado el sueño británico y quieren aprender francés para pedir asilo aquí. Ahora lo están publicitando para que también quieran venir
“Que hagan vallas más altas; aunque pongan una fila de escorpiones nosotros vamos a pasar” Hay pequeños negocios, una iglesia y clases de francés para los que opten por quedarse
VIENE DE LA PÁGINA ANTERIOR las mujeres y los niños, cuenta la maestra Jenny Flahaut: “La gente en Calais no los ve de buena manera porque no los conocen, pero yo sé que son buenas personas y sería bueno que los políticos pasaran aquí un par de días”.
“No tenemos nada en su contra, pero no tenemos medios. Es un problema de toda Europa”, protesta Thomas, que trabaja en una fábrica cercana al campamento.
Sin embargo, además de las diferentes oenegés que proporcionan comida y servicios médicos e higiénicos, muchos particulares les ayudan como pueden. Una vecina encantadora viene cada día para prestarles durante unas horas un generador eléctrico para que puedan cargar sus teléfonos móviles. Otra llevó en coche a un sudanés que se había caído de un tren y apenas podía caminar.
Durante el día conviven en “la jungla”, pero al caer la noche andan una hora para llegar a la entrada del eurotúnel. Algunos lo intentan diariamente, otros esperan un tiempo antes de volver. Alex, un ingeniero civil etíope de 22 años, realizó anteanoche su vigésimocuarta tentativa. “Hoy no hay suerte. Los fines de semana pasan menos trenes, hay mucha policía y han encendido todas esas luces, que antes no estaban”.
El procedimiento es siempre el mismo. Hay unos cuatro puntos clave donde se esconden en la oscuridad, esperando a que el tren lanzadera que lleva los camiones de mercancías hacia el Eurotúnel ralentice la marcha. Entonces corren para saltar las vallas y pilllar por sorpresa a la policía.
Otro método es desbordar a los agentes con una avalancha organizada que impide que puedan contenerlos a todos, para que algunos consigan abrir las puertas de los camiones o subirse a lo alto. “Yo he entrado dos veces en un camión, pero en un control me descubrieron”, dice el etíope, que llegó a Sicilia hace tres meses tras pasar un día y siete horas en una patera. Fue rescatado por una patrulla alemana que les hizo esperar en el mar porque primero tenían que atender a otro de los cuatro botes que navegaron esa madrugada. Tenía un agujero y se estaba hundiendo.
“Aunque el Gobierno británico pague 30 millones de dólares para hacer vallas más altas, aunque pongan una fila de escorpiones, nosotros vamos a pasar. Que paren la guerra en África en lugar de vender bombas a los gobernantes. No somos inmigrantes, somos personas y tenemos derecho a vivir”, añade Alfa, que no quiere revelar su nacionalidad, después de relatar su trayecto.